El auto avanzaba lentamente por las calles del barrio. A través del vidrio, Lautaro veía pasar los árboles, las veredas conocidas, las casas que habían sido parte de su infancia. Cada detalle le traía un recuerdo: el almacén donde compraba caramelos, la esquina donde jugaba con Tiago, la vieja cancha de tierra que aún seguía ahí, aunque un poco más descuidada.
Después de todo lo vivido, volver era casi irreal. No más hospitales, no más miedo, no más oscuridad. Solo el sonido de su respiración y el eco del motor acompañando el regreso a casa.
Gabriela, al volante, lo miraba cada tanto de reojo, con una sonrisa que no podía esconder.
—Parece mentira verte acá de nuevo —dijo, rompiendo el silencio.
Lautaro sonrió, apoyando la cabeza contra el respaldo.
—A mí también me parece mentira, tía. —Suspiró—. Nunca pensé que iba a extrañar tanto este lugar.
—¿Y qué esperabas? —rió ella—. Acá creciste, acá tenés a tu gente. Acá está tu historia, Lauti.
El joven miró por la ventana. El sol de la ta