El sonido del timbre escolar volvió a marcar el comienzo de la mañana.
Por primera vez en meses, Lautaro cruzaba las puertas del colegio con la mochila colgada al hombro y el uniforme bien planchado.
El murmullo de los alumnos llenaba el patio: risas, pasos, conversaciones rápidas, pelotas rebotando contra las paredes.
Todo parecía igual, pero él sabía que nada lo era.
El sol apenas comenzaba a levantarse, bañando los ventanales con una luz cálida.
Cada paso que daba por los pasillos le recordaba lo mucho que había cambiado su vida.
Algunos lo miraban con admiración; otros, con una mezcla de respeto y curiosidad.
Las chicas susurraban su nombre, los chicos lo saludaban como si fuera una estrella.
Y, en cierto modo, lo era: el chico del barrio que sobrevivió, que volvió, que ganó el torneo.
Lautaro respondía con una sonrisa amable, pero dentro de él, la euforia ajena se mezclaba con un silencio distinto.
Extrañaba la tranquilidad que tenía antes de todo.
Extrañaba levantarse sin sentir