El sol de la tarde caía con pereza sobre los patios de la escuela mientras los alumnos salían de sus aulas entre risas, mochilas colgadas y conversaciones cruzadas. Para Lautaro, sin embargo, no era una tarde más. Faltaban tres días para la final del torneo, y la presión no solo se sentía en las piernas, sino también en el corazón.
Desde que había brillado en la semifinal, su figura había ganado notoriedad. Las chicas lo saludaban con una mezcla de admiración y nerviosismo, y algunas incluso se le acercaban con regalos: chocolates, cartas, pulseritas. Él los aceptaba por educación, con una sonrisa tímida y un “gracias” automático, pero en su interior se sentía incómodo. No quería confusiones. Su corazón estaba en el hospital, en esa habitación donde Jenifer aún se recuperaba, luchando con sus silencios y sus miedos.
—Che, Lauti, ¿no pensaste en capitalizar todo esto? —le dijo Javier en tono de broma mientras lo rodeaban en el patio—. Estás a full, hermano. Te falta una guitarra nomás.