Erica no volvió a su casa esa noche. Tampoco la siguiente. Gabriela, sin dudarlo, la acogió como si fuera una sobrina más. Le preparó una habitación, le dio ropa limpia, le cocinó algo caliente y la dejó descansar. No hizo preguntas innecesarias. Solo le ofreció abrigo y silencio, sabiendo que el dolor de una chica rota no se cura con palabras apresuradas.
Lautaro la observaba desde la puerta, en silencio. Era la primera vez que veía a Erica tan frágil, tan vulnerable. Se había quedado dormida en el sillón, acurrucada con una manta sobre las piernas, como si fuera una niña perdida. Cada tanto se removía con espasmos, murmurando frases sin sentido. Pesadillas. Las heridas físicas cicatrizarían, pero las internas... eso era otro cantar.
A la mañana siguiente, cuando Jenifer lo llamó, Lautaro no supo cómo decírselo. Dudó. Pero no podía ocultarle algo así.
—Jenifer… —dijo al contestar, con voz baja—. Tengo que contarte algo.
—¿Estás bien? —preguntó ella, notando su tono.
—Sí, sí, estoy bi