El sol pegaba con fuerza en el cielo despejado, mientras los jugadores corrían sin descanso sobre la cancha de entrenamiento. El profesor Sergio no daba tregua. Los gritos se escuchaban desde lejos: indicaciones, correcciones, y alguna que otra queja ahogada por la transpiración. El entrenamiento después de la humillación del fin de semana había comenzado con intensidad brutal.
Desde una mesa al costado del gimnasio, Lautaro observaba todo con la pierna estirada y el tobillo vendado. Había caminado con esfuerzo hasta ahí, después de la fisioterapia de la mañana. Su tía Gabriela le había preparado un tupper con empanadas, y mientras los demás sudaban en la cancha, él comía en silencio.
Se sentía frustrado. Aún le quedaban diez días de recuperación. Veía a Gonza y Javier dándolo todo, al entrenador exigiendo más, y a Tiago entrenando con una agresividad nueva, como si necesitara demostrar algo urgentemente.
Lautaro mordía sin ganas la empanada cuando una sombra se posó sobre su mesa.
—¿