Lunes por la mañana. El gimnasio de la escuela retumbaba con un silencio incómodo. Todos los jugadores estaban sentados sobre los bancos de madera, alineados frente a la tarima donde se encontraba Sergio, el entrenador. No había pelota, ni risas, ni botellas de agua tiradas por el piso. Solo el eco de las pisadas sobre el parquet.
Sergio estaba de pie, con los brazos cruzados y una carpeta azul en la mano. Su rostro era serio, la mandíbula apretada. No saludó, no hizo introducciones. Solo dejó que el silencio los incomodara hasta que les doliera.
—Lo del sábado fue una vergüenza —dijo finalmente, con voz firme y pausada—. Y no me refiero al resultado. Me refiero a la actitud.
Nadie se atrevía a levantar la vista. Gonza jugueteaba con una cinta del botín. Javier fruncía el ceño. Tiago, de brazos cruzados, apretaba los dientes sin decir una palabra.
—No se puede entrar a una cancha sin alma. Sin sangre. Sin compromiso. El primer gol fue una jugada hermosa. Pero después... desaparecieron