El amanecer en Masuria tenía ese color metálico que se quedaba pegado en la piel. El lago estaba en calma, pero dentro de la casa la tensión se espesaba como humo.
Rubio repasaba una y otra vez las notas en su libreta, cada línea un recordatorio de que el tiempo jugaba en su contra. El proyecto debía comenzar. No podían seguir postergando pruebas, protocolos, ni la instalación del equipo que había conseguido a través de canales demasiado caros como para dejarlos sin uso.
En el comedor, Novak se servía café como si estuviera en un hotel y no en una guarida.
—Luciana se está desviando —dijo Rubio, sin levantar la vista—. Cada día que pasa, el riesgo aumenta. El niño es un recurso, no es un adorno sentimental.
Novak arqueó una ceja.
—Los adornos, a veces, terminan costando más que el oro. —Se tomó un sorbo de su café lentamente como midiendo su propio veneno—. Y hablando de costos… quiero un aumento en mi parte.
Rubio lo miró por encima de las gafas.
—No estamos negociando.
—Oh, sí lo es