El viento de Masuria soplaba helado sobre el lago, arrastrando hojas secas que crujían contra las tablas de un viejo muelle. Allí, entre la bruma y el silencio de un pueblo que parecía detenido en el tiempo, el Dr. Adrian Novak esperaba. Su bata blanca había quedado atrás; ahora llevaba un abrigo oscuro, las manos en los bolsillos y la expresión de un hombre atrapado en un dilema.
Unos pasos firmes rompieron la calma. Desde la otra orilla apareció Marek Zielinski, impecable en un traje gris, con el porte de un empresario que nunca se mezclaba con la mugre, pero que sabía mover los hilos de la podredumbre. Su presencia imponía, como si la niebla se apartara a su paso.
—Dr. Novak —saludó con una voz grave, casi cortés—. Qué bueno que haya venido.
Novak asintió, incómodo.
—No suelo aceptar citas fuera del laboratorio. No es… prudente.
Marek sonrió, sin perder la calma.
—La prudencia no paga facturas, doctor. Pero yo sí.
Sacó un sobre grueso del maletín y lo colocó sobre el borde del muel