Dos semanas.
Catorce días sin escribirle a Lucía.
Y no porque no pensara en ella, sino porque no sabía cómo explicarle lo que me estaba ocurriendo.
No había manera de ordenar todo en un mensaje.
Tampoco de resumirlo sin que pareciera menos importante de lo que en realidad era.
Así que me decidí.
“¿Hoy puedes? Necesito hablar contigo. Urgente. Donde siempre.”
“Te espero a las cinco. No llegues tarde.”
“Gracias.”
“Siempre.”
Lucía ya estaba allí cuando llegué. En la misma mesa de siempre, junto a la ventana. Tenía una taza de té entre las manos, el rostro tranquilo, pero la mirada atenta. Apenas me vio, se levantó y me abrazó fuerte, sin decir nada.
—Me preocupaste —murmuró al fin.
—Lo sé. Perdón.
Nos sentamos. Yo pedí café con leche, como siempre. Ella me observaba como si intentara descifrar lo que escondía detrás de la frente, detrás de los hombros caídos.
—¿Qué pasó?
Respiré hondo.
—Conocí a alguien.
Silencio. Luego, una media sonrisa.
—Sabía que era eso.
—¿Cómo?
—Te desapareces