Esa noche me detuve frente al espejo.
No tenía un motivo claro. No estaba buscando nada en particular.
Solo pasé frente al baño con el cabello todavía húmedo, una taza a medio terminar entre las manos, y ahí estaba: yo, reflejada. Mirándome como si no me reconociera del todo.
La luz era tenue, amarilla, y el vapor del agua caliente seguía aferrado al vidrio, como una niebla suave. Me observé en medio de ese velo.
Una figura apenas definida.
Una silueta que conocía bien… y al mismo tiempo, apenas empezaba a mirar de verdad.
Tenía veinticinco años.
Y sin embargo, a veces sentía que había envejecido más que eso.
No por las arrugas —aún no tenía ninguna—, sino por el peso que llevaba dentro. Por los silencios acumulados. Por los años que había pasado evitando, escapando, desapareciendo antes de que alguien se atreviera a tocar lo que más me dolía.
Siempre había sido buena alejándome.
De personas.
De oportunidades.
Del amor.
No recuerdo haberme enamorado nunca.
O tal vez sí, pero muy en se