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El peso de los silencios

El mensaje de Alex llegó a las 3:17 a.m., cuando la ciudad dormía y mi corazón decidía recordarme su fragilidad con punzadas irregulares.

"Desvelado leyendo tu poema del pájaro. ¿Sabías que los colibríes pueden parar sus corazones en invierno? Ojalá fuera tan fácil."

Apoyé el teléfono contra el pecho, sintiendo el eco de sus palabras en mi propio órgano defectuoso. El cuaderno azul de Alex descansaba abierto en mi escritorio, revelando un nuevo detalle que no había notado antes: diminutas manchas de agua en las páginas más antiguas. ¿Lágrimas? ¿Salpicaduras de café? La idea de Alex llorando sobre su propio diario me producía un dolor distinto al que estaba acostumbrada.

Dos días después en la biblioteca central, las páginas del libro de anatomía que consultaba temblaban entre mis dedos. No por nervios, sino por el nombre que había descubierto en el crédito del prólogo: Dra. Sofía Chaves, especialista en cardiopatías congénitas.

—Buscando inspiración para tu próximo poema? —la voz de Alex a mi espalda me hizo dar un respingo.

Cerré el libro con demasiada fuerza. —No sabía que tu madre era la Dra. Chaves.

Su sonrisa se congeló. Los dedos que segundos antes jugueteaban con mi pelo se tensaron. —¿Y cómo lo sabes ahora?

—Está en el prólogo de —miré la portada— "Cardiología Pediátrica: Entre la Ciencia y el Milagro".

Alex arrancó el libro de mis manos con una violencia contenida. —Mi madre escribe sobre corazones rotos pero no tuvo problemas para romper el suyo propio. —Lo arrojó a la mesa, donde aterrizó con un golpe sordo que hizo voltear a varios estudiantes.

El silencio entre nosotros pesaba más que todos los libros de la biblioteca juntos.

Ella me operó —la confesión me salió en un susurro—. Cuando tenía doce años.

Alex palideció como si le hubieran drenado la sangre. Sus labios formaron una palabra muda: "M****a".

El Hospital Infantil olía a desinfectante y esperanza perdida. En la sala de espera de Cardiología, las paredes estaban pintadas con animales sonrientes que parecían burlarse cruelmente del dolor que llenaba el espacio. Alex había insistido en traerme después de mi revelación, aunque ahora permanecía callado, sus dedos volando sobre el teclado de la computadora de enfermería mientras revisaba mis registros médicos.

—No deberías tener acceso a eso —señalé débilmente.

—Técnicamente no lo tengo —respondió sin levantar la vista—. Robé la contraseña de la Jefa de enfermeras.

—¿Eso no te meterá en problemas?

—Solo si me descubren. —Finalmente alzó la mirada—. Según esto, mi madre te salvó la vida.

—Según eso.

Un niño de no más de cinco años pasó corriendo, arrastrando un suero con ruedas. Alex lo siguió con la mirada antes de preguntar:

—¿Por qué nunca me lo dijiste?

—¿Qué habría cambiado?

—Todo. Nada. No lo sé. —Se pasó una mano por el rostro—. Ella nos abandonó cuando yo tenía catorce. Justo después de publicar ese maldito libro.

El peso de su confesión se instaló entre nosotros. Ahora entendía las manchas en su cuaderno, los poemas sobre ausencias.

—¿Sabes dónde está ahora? —pregunté.

—En Ginebra. Dirige algún programa importante de la OMS. —Una risa amarga—. Salva vidas a escala global pero no pudo salvar su propia familia.

El niño del suero regresó, esta vez llorando. Alex se levantó con movimientos automáticos y sacó un guante de látex de su bolsillo. En segundos lo había convertido en un pollito torpe que hacía reír al pequeño.

Al regresar a mi lado, sus dedos encontraron los míos. —No quiero hablar más de ella.

—¿Qué quieres hacer entonces?

—Esto. —Su boca encontró la mía en un beso que sabía a café sin azúcar y a secretos compartidos. Cuando nos separamos, sus palabras vibraron contra mis labios—: Quiero leer el poema que escribiste sobre mí.

—¿Quién dice que escribí uno?

—Lo haces cada vez que piensas que no estoy mirando. -Sus dedos acariciaron mi muñeca, justo donde el pulso acelerado delataba mis emociones.-Tus pestañas bajan cuando escribes sobre algo importante. Y siempre te muerdes el labio inferior cuando es sobre mí.

Esa noche, mi departamento estaba sumido en una calma poco habitual. La luna llena vertía su luz plateada a través de las cortinas semiabiertas, iluminando el cuaderno negro abierto en mi regazo. Alex dormía en el sofá, con un brazo sobre los ojos y la respiración profunda. La luz lunar le pintaba los pómulos de plateado, resaltando las largas pestañas que oscurecían sus ojeras. Parecía un personaje de alguno de mis poemas, demasiado perfecto para ser real.

Escribí:

"Querías el poema que escribí sobre ti.

Pero no existe.

Solo hay pedazos de ti

en los márgenes de todo lo que he escrito

desde el día que leíste lo que no debías.

Tú, que coleccionas latidos ajenos:

¿cuánto espacio ocupas ya en el mío?"

Mi teléfono vibró. Sorprendentemente, era un mensaje de Alex... que estaba a dos metros de mí.

"Lo vi. Es perfecto. Ahora duérmete, Montenegro, que mañana te llevo a ver el amanecer desde el tejado del hospital. Regla #3: No hay reglas cuando se trata de esto."

Alcé la vista y lo encontré observándome, esa sonrisa traviesa iluminada por la pantalla del móvil. En sus ojos ya no había rastro del dolor de horas antes, solo esa determinación obstinada que tanto me fascinaba.

—Tramposo —murmuré.

—Cómplice —corrigió él.

Y en el espacio entre nuestros silencios, algo nuevo y frágil comenzó a latir.

Bajo la almohada que le presté, una carta de Ginebra con el membrete de la OMS asomaba intacta, su sello roto solo por el peso de las palabras no dichas. Pero esa noche, por primera vez, ni Alex ni yo sentimos la necesidad de abrirla.

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