El cuaderno azul de Alex Chaves pesaba más de lo que debería en mis manos. No por su grosor -unas cien páginas a lo sumo- sino por lo que representaba: la llave de entrada a la mente de un hombre que, en apenas veinticuatro horas, había pasado de ser un intruso a convertirse en... no estaba segura de qué.
Lo abrí con dedos que apenas temblaban, oliendo ese aroma a café y alcohol quirúrgico que impregnaba las páginas. La primera hoja tenía tres cosas:
Una mancha de café en forma de corazón imperfecto.
Una advertencia escrita con esa letra de médico que parecía un ECG:
"Regla #1: No leas esto si crees en finales felices."Mi número de teléfono, anotado con rotulador negro justo debajo.
Recordé con exactitud cómo había llegado allí.
18 horas antes
El pasillo de la universidad olía a limpiapisos barato y a tensión no resuelta. Alex me había seguido después de clase, mi cuaderno negro en sus manos como un rehén.
—Dámelo —exigí, alargando el brazo con una determinación que no sentía.
Él se apoyó contra los lockers con esa sonrisa de gato que empezaba a resultarme familiar. —Sólo si me das algo a cambio.
—¿Como qué? ¿Dinero? ¿Sangre? ¿Uno de mis riñones?
—Tu número —dijo, sacando su teléfono del bolsillo del jean. —Para... fines literarios.
—¿En serio? —Cerré los ojos un instante. —¿Extorsión poética es tu técnica de ligue?
—Funcionó contigo —respondió sin perder el ritmo, ya tecleando. —Tres... cinco... siete...
—¡No lo digas en voz alta! —masculle entre dientes mientras completaba mi número.
Alex guardó el teléfono con un gesto triunfal y me devolvió el cuaderno. —Ahora somos oficialmente cómplices.
—En tus sueños más húmedos.
—Justo ahí quería llegar —me lanzó mientras se alejaba—. Buenas noches, Montenegro.
Volví al cuaderno, pasando páginas llenas de diagramas anatómicos y notas médicas, hasta encontrar el primer poema:
"Autopsia #17: Abriste su pecho buscando respuestas. Encontraste solo preguntas y el silencio hueco de un corazón que ya no sabía latir."
El sonido de una taza contra la mesa me sobresaltó. Alex se deslizó en la silla frente a mí con dos muffins y un café que olía a canela y pecado.
—¿Ya llegaste a la parte donde confieso que vomité en mi primera cirugía? —preguntó, empujando uno de los muffins hacia mí.
—Prefiero esta —respondí, señalando un pasaje donde describía al jefe de cirugía como "un hígado con patas y complejo de Dios".
Alex rio, una risa cálida que hacía arrugar los ojos. —Ese viejo me reprobó en técnicas de sutura. Dijo que mis puntos parecían versos libres.
—¿Y qué hiciste?
—Le escribí un soneto con terminología médica —sus dedos, largos y con cicatrices de bisturí, dibujaron formas en el aire—. "Oh gran maestro de la carne cortada/con mano firme y juicio cuestionable..."
El muffin se me atragantó. —¡No!
—Sí —afirmó orgulloso—. Lo bueno de la poesía es que no te pueden reprobar por mala letra.
El cuaderno entre nosotros parecía palpitar. Yo había pasado años escribiendo versos como fortalezas, y este hombre los asediaba con sonrisas y pastelería barata.
—¿Por qué cardiología? —la pregunta me salió sin permiso.
Alex se congeló. Por un instante, vi al niño asustado bajo la máscara del médico.
—Porque los corazones no mienten —dijo al fin, trazando círculos en la mesa con un dedo—. Cuando fallan, se detienen. No como la gente, que te dice "te amo" mientras empaca las maletas.
El silencio que siguió fue tan denso que podía escuchar mi propia arritmia.
—¿Puedo? —preguntó de pronto, extendiendo la mano hacia mi muñeca.
Asentí.
Sus dedos fueron cálidos y precisos al encontrar mi pulso. Sus ojos se cerraron, concentrados, las pestañas proyectando sombras en sus mejillas.
—Setenta y ocho —murmuró—. Un poco arrítmico, pero... perfecto.
Nadie había llamado "perfecto" a mi corazón defectuoso antes.
—Ven —dijo abruptamente, guardando su cuaderno—. Tengo guardia en pediatría.
—¿En serio quieres que tu primera cita sea en un hospital?
—No es una cita —corrigió, dejando caer un pase de visitante con mi nombre en mi mano—. Es un intercambio. Tú me muestras cómo se vive con miedo, yo te muestro cómo se lucha contra él.
El Hospital Infantil olía a desinfectante y esperanza perdida. Caminé por los pasillos sintiéndome una impostora, acostumbrada como estaba al otro lado de la ecuación médica.
Alex se transformó ante mis ojos: su postura desgarbada se volvió segura, su voz áspera se suavizó hasta convertirse casi en un arrullo cuando se inclinó junto a la cama de Camilo, un niño de seis años con leucemia.
—Mira —me señaló un dibujo en la pared, un corazón pintado con acuarelas—. Dice que cuando salga, va a ser artista.
—¿Y saldrá? —pregunté en voz baja.
Alex no respondió. En cambio, tomó mi mano y la puso sobre el dibujo. La pintura estaba ligeramente levantada, como si alguien la hubiera acariciado demasiado.
—Aquí no mentimos —dijo finalmente—. Por eso duele tanto.
Esa noche, en mi apartamento, abrí mi cuaderno negro y escribí:
"Hoy conocí a un hombre que colecciona latidos ajenos porque no puede encontrar el suyo propio."
Mi teléfono vibró. Un mensaje de Alex:
"Para la próxima: te toca mostrarme tu lugar favorito. Regla #2: no valen bibliotecas. Ya sé que te gustan."
Sonreí contra mi voluntad y respondí:
"Prepárate para perder el control. Yo no juego con reglas."
Apagué la luz y dejé que la oscuridad absorbiera el sonido de mi corazón acelerado. Alex Chaves ya no era solo un intruso en mis poemas. Se estaba convirtiendo en el protagonista de una historia que no sabía si estaba lista para contar.
Pero por primera vez en años, cada latido irregular me recordaba que todavía estaba viva. Y quizás, solo quizás, eso bastara por ahora.