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Las cicatrices que elegimos

El amanecer encontró a Alex y a mí en el tejado del hospital, como había prometido. El aire frío de la madrugada me erizó la piel mientras acomodaba la manta que había traído sobre el cemento helado. Alex, sentado a mi lado con las piernas cruzadas, sostenía entre sus manos dos tazas de café que despachaban vapor hacia el cielo rosado.

—Toma —dijo, pasándome una—. Especialidad de la casa: café del turno de noche con una pizca de canela robada de la cafetería.

El líquido quemó mi lengua al primer sorbo, pero el dulzor escondido me hizo sonreír.

—¿Siempre robas cosas de tu trabajo?

—Solo lo importante —respondió con una sonrisa pícara que se desvaneció al seguir mi mirada hacia el horizonte—. ¿Qué ves?

—Colores —murmuré—. El violeta que se vuelve rosa, luego naranja… Como si el cielo tuviera su propio electrocardiograma.

Alex giró hacia mí, su rodilla rozando la mía.

—Eres la única persona que podría convertir un amanecer en una metáfora cardíaca.

—Tú empezaste, doctor, con tus colibríes que detienen sus corazones.

El silencio se instaló entre nosotros, cómodo como la manta que compartíamos. El primer rayo de sol iluminó su perfil, destacando las pecas que salpicaban su nariz y las arrugas prematuras alrededor de sus ojos, producto de tantas noches en vela.

—¿Por qué aquí? —pregunté finalmente—. ¿Por qué el tejado del hospital para ver el amanecer?

Sus dedos, calientes aún por el café, encontraron los míos.

—Porque desde aquí se ve todo: la vida que entra por urgencias, los bebés que nacen en maternidad, los que se van… Es el único lugar donde todo tiene sentido.

El viento jugó con las páginas del cuaderno azul que Alex había traído, abriéndolo en un poema que no había visto antes:

“Día 428:

Hoy salvé una vida.

(¿O fue ella quien me salvó a mí?)

Sus manos sostienen tinta en lugar de bisturíes,

pero cortan más profundo que cualquiera de mis escalpelos.”

Antes de que pudiera decir algo, el sonido de una puerta al otro lado del tejado nos sobresaltó. Una enfermera mayor con rulos rosados asomó la cabeza.

—¡Chaves! Ahí estás. Necesitamos abajo, urgencias está hasta el tope y…

Sus ojos se posaron en nuestras manos entrelazadas y su expresión se suavizó.

—Cinco minutos más, ¿okey? Luego te necesitamos.

Cuando se hubo ido, Alex suspiró, su aliento formando pequeñas nubes en el aire frío.

—El turno nunca termina.

—Deberías bajar —dije, aunque mis dedos se aferraban a los suyos.

—Lo sé.

Pero en lugar de soltarme, levantó nuestra mano unida y presionó mis nudillos contra sus labios.

—Regla número cuatro: los amaneceres compartidos son sagrados. Terminemos este.

El sol ya había ascendido por encima de los edificios cuando Alex finalmente se puso de pie, estirando su espalda con un quejido.

—¿Vendrás esta tarde? Camilo preguntó por ti.

El corazón me dio un vuelco al recordar al niño con leucemia que había conocido durante mi última visita.

—Claro que sí.

—Perfecto.

Se inclinó para dejarme un beso rápido en la frente antes de dirigirse hacia la puerta. Luego se detuvo, como recordando algo.

—Ah, y Vale… No abras esa carta.

Mis ojos se abrieron de par en par.

—¿Qué carta?

La sonrisa que me lanzó por encima del hombro estaba teñida de algo que no pude identificar.

—La que escondí bajo tu almohada. Todavía no.

Antes de que pudiera responder, la puerta del tejado se cerró tras él, dejándome sola con el sol de la mañana, el café medio vacío, y un millón de preguntas dando vueltas en mi cabeza.

Al regresar a mi departamento, la tentación fue inmediata. La carta estaba exactamente donde dijo que estaría: un sobre blanco sobrio con el membrete de la OMS, mi nombre escrito en una letra elegante que no reconocía. Lo giré en mis manos, sintiendo su peso. ¿Cómo sabía Alex que estaba ahí? ¿Por qué no quería que la abriera?

Mi teléfono vibró, como si me hubiera leído el pensamiento:

“No es lo que piensas. Pero cuando la leas, quiero estar ahí. Esta noche, ¿vale?”

Dejé escapar un suspiro y escondí la carta en el cajón de mi mesita de noche, bajo el cuaderno negro. Tenía toda una jornada por delante antes de volver al hospital, pero mi mente ya estaba allí, con Alex, con Camilo, con los secretos que ese sobre podría contener.

El resto de la mañana pasó en un borrón. Mis estudiantes de literatura debieron notar mi distracción, porque hasta el más charlatán de la clase permaneció callado durante mi conferencia sobre Neruda. Cuando el reloj marcó el mediodía, recogí mis cosas y me dirigí al hospital, incapaz de esperar hasta la tarde.

El pasillo de pediatría olía a desinfectante y crayones. Camilo estaba sentado en su cama, construyendo un castillo de cartas inestable cuando llegué.

—¡Vale! —gritó, derribando involuntariamente su creación al abrazarme—. ¿Trajiste el cuaderno?

—Por supuesto.

Saqué de mi bolso un pequeño libro de cuentos ilustrados que había comprado de camino.

—Hoy pensé que podríamos inventar nuestra propia historia.

Mientras Camilo elegía los colores para ilustrar nuestra aventura, sentí una presencia familiar a mis espaldas. Alex se apoyaba contra el marco de la puerta, con su bata blanca manchada de lo que esperaba era jugo y no sangre, observándonos con una expresión que me hizo sonrojar.

—Doctor Alex, ¡ayúdanos! —imploró Camilo—. Vale quiere que el dragón sea vegetariano.

Alex se acercó, arrodillándose junto a la cama.

—¿Vegetariano? Eso es herejía mitológica, Montenegro.

—Es educativo —repliqué, pasándole una crayola morada—. Podría enseñarles a los niños sobre dietas balanceadas.

—Aburrido —murmuró, pero tomó la crayola y comenzó a dibujar un dragón con chaleco antibalas que solo comía brócoli.

Camilo reía a carcajadas.

Por un momento, viéndolos inclinados sobre el mismo dibujo, sus cabezas casi tocándose, todo pareció perfecto. La carta, los secretos, las cicatrices del pasado… Nada de eso importaba en ese instante de pura alegría.

Pero cuando Alex alzó la mirada y nuestros ojos se encontraron, supe que la noche nos traería verdades que podrían cambiar todo.

Y por primera vez, no estaba segura de querer abrir esa puerta.

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