El aire olía a lluvia reciente cuando salimos del hospital, las farolas reflejándose en los charcos como lunas caídas. Alex caminaba a mi lado, las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo, los hombros tensos bajo la tela mojada.
—¿Hambre? —preguntó, deteniéndose frente a un pequeño restaurante italiano escondido entre edificios más altos.
El letrero decía "Da Luigi" en letras rojas desgastadas. Antes de que pudiera responder, la puerta se abrió y un hombre robusto con mandil blanco apareció, iluminado por la luz dorada que salía del interior.
—¡Dottore! —exclamó con un acento espeso—. Finalmente traes a alguien que no sea ese maldito estetoscopio tuyo.
Alex sonrió, un gesto cansado pero genuino. —Luigi, esta es Valentina.
—Ah, la poetisa —dijo el hombre, guiñándome un ojo—. El idiota aquí no para de hablar de tus... ¿cómo dice?... metáforas.
—Eso es mentira —murmuró Alex, pero sus orejas se habían puesto rojas.
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El interior era cálido, con paredes cubiertas de fotos antiguas en marcos desiguales y mesas de madera gastada por años de uso. Luigi nos guió a un rincón cerca de la cocina, donde los aromas a ajo, albahaca y tomate se mezclaban en el aire.
—Para el dottore, lo usual —anunció—. Y para la bella signorina...
—Sorpréndeme —dije, y Luigi se rió, desapareciendo tras una cortina de cuentas.
Alex se despojó del abrigo, revelando las arrugas en su camisa de vestir y las mangas enrolladas hasta los antebrazos. Sus venas marcaban caminos azules bajo la piel, como ríos en un mapa.
—¿La usual? —pregunté, señalando el menú que ni siquiera había visto.
—Spaghetti alle vongole —respondió, sirviendo vino tinto en mi copa—. Los jueves después de guardia siempre vengo. Es lo único que sabe bien cuando estás tan cansado que podrías dormirte sobre el plato.
El vino era intenso, con notas de moras y tierra. Lo probé mientras observaba a Alex, la forma en que sus dedos largos giraban la copa, las sombras bajo sus ojos que la luz tenue no lograba ocultar.
—¿Cuántas veces has traído a alguien aquí? —pregunté antes de poder pensarlo mejor.
Alex levantó la vista, sorprendido. —¿Celosa, Montenegro?
—Curiosa.
—Tres —contó con los dedos—. Mi profesor de anatomía, cuando aprobé con honores. El portero del hospital, cuando su hijo superó la leucemia. —Hizo una pausa deliberada antes de levantar el tercer dedo—. Y tú.
—¿Por qué yo?
El tenedor de Alex se detuvo a mitad del camino cuando Luigi llegó con nuestros platos.
—Para el dottore, picante como su carácter —dijo, depositando un plato de pasta con almejas—. Y para la signorina, pappardelle al ragú di cinghiale. Mi abuela lo hacía para curar corazones rotos.
Alex esperó a que Luigi se alejara antes de responder. —Porque cuando leí tu poema sobre el pájaro enjaulado, supe que entendías lo que significa tener miedo de volar.
El primer bocado de pasta fue una revelación: los pappardelle gruesos y sedosos, el ragú con un sabor profundo y terroso que se deshacía en la lengua.
—Dios mío —murmuré.
Alex sonrió, satisfecho. —Te lo dije. Luigi es un brujo.
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Entre bocados y sorbos de vino, las historias comenzaron a fluir.
—¿Cuándo supiste que querías ser médico? —pregunté.
Alex dejó el tenedor, pensativo. —A los ocho años. Paperas tan fuertes que me dejaron sordo de un oído por tres meses. —Se tocó la oreja izquierda—. La doctora que me atendió me dejó escuchar su estetoscopio. Fue la primera vez que sentí que algo en el mundo tenía sentido.
—¿Y por qué cardiología?
Sus ojos azules capturaron la luz de las velas. —Porque el corazón es el único órgano que puedes escuchar sin abrir el cuerpo. El único que te habla directamente.
—¿Y alguna vez te ha mentido?
—Todos los días —respondió sin dudar—. Pero especialmente la primera vez que fallé.
El vino en mi copa formó pequeñas olas cuando incliné el vaso. —¿Qué pasó?
—Paciente de diecisiete años. Miocardiopatía hipertrófica. —Sus nudillos palidecieron alrededor del stem de la copa—. Se desplomó en medio de la cirugía. Su madre me gritó cosas que todavía escucho en sueños.
Extendí la mano sin pensar, cubriendo la suya. Alex giró la palma hacia arriba para entrelazar nuestros dedos.
—¿Por qué seguiste?
—Porque al día siguiente Luigi me sirvió tiramisú con una cucharada extra de cacao. —Una risa ronca le escapó—. Dijo que el cacao amargo hace que lo dulce sepa más dulce. Como la vida.
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El postre llegó como había prometido: dos porciones generosas de tiramisú, con una nota escrita en servilleta: "Per i giovani innamorati". Para los jóvenes enamorados.
Alex rodó los ojos pero no corrigió al hombre. En cambio, tomó mi mano sobre la mesa, sus callosidades ásperas contra mi piel.
—¿Sabes qué es lo más curioso de todo esto? —dijo, jugueteando con mi pulso—. Que estoy aquí contigo en lugar de revisar por décima vez los exámenes de Camilo.
—¿Eso es bueno o malo?
—Terrorífico. —Sus ojos brillaron—. Porque significa que confío en ti más que en mis propios protocolos.
El ruido del restaurante pareció desvanecerse. Hasta el aroma a ajo y albahaca se volvió secundario frente al peso de sus palabras.
—La próxima semana te muestro el puesto de ramen —continuó, su pulgar dibujando círculos en mi muñeca—. La dueña coreana cree que mi aura es 'demasiado tensa' y siempre me sirve extra picante para 'sacarme el demonio'.
Reí, imaginándolo soportando valientemente algún platillo infernal. —¿Tienes un sitio favorito para cada crisis existencial?
—Sí. —Se inclinó hacia adelante, la luz de las velas pintando oro sus pestañas—. Y acabo de descubrir mi nuevo lugar para las alegrías.
Esta vez no miré hacia otro lado. Dejé que el calor subiera a mis mejillas mientras el dulce sabor del café y mascarpone se mezclaba con algo más profundo, más peligroso. Algo que latía al unísono con la melodía napolitana que seguía sonando, como un corazón que por fin encontraba su ritmo.
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En la calle, bajo las farolas que ahora brillaban contra el cielo nocturno, Alex se detuvo frente a mí.
—No quiero terminar la noche todavía —confesó, sus palabras formando pequeñas nubes en el aire frío.
—¿Qué propones?
—Caminar. Hablar. —Sus ojos bajaron a mis labios—. Olvidar por unas horas que mañana hay más batallas que pelear.
Y cuando sus dedos encontraron los míos entre la oscuridad, supe que esta historia apenas comenzaba.