Desde el momento en que Lena subió a aquel avión privado, supo que su vida cambiaría para siempre. Permaneció en silencio durante todo el trayecto. Al aterrizar en una pista privada, Lena siguió a su abuelo y a Pável hacia un automóvil negro.
El trayecto duró más de una hora. Lena apenas parpadeaba, observando a través de la ventana cómo los edificios se diluían en paisajes rurales, hasta que la carretera asfaltada dio paso a un camino de tierra flanqueado por vegetación. Finalmente, una mansión imponente emergió entre los árboles. Al bajar del carro, Lena observó cómo los sirvientes descargaban el equipaje de su abuelo. Una mujer de mediana edad, de rostro sereno, se acercó a saludar al anciano.
—Este será tu nuevo hogar, Lena —murmuró el anciano—. Sol te indicará tu habitación. Después de cenar, hablaremos.
Sin esperar respuesta, el anciano avanzó en su silla de ruedas hacia el interior de la mansión. Lena apretó los puños, con una punzada de ira recorriéndole las venas.
—Venga, señ