Capítulo 2

Mi cuerpo sanaba, pero las heridas seguían ahí.

Algunas ya no dolían al tacto, otras solo ardían cuando me movía de cierta manera. Sin embargo, las más profundas no estaban en la piel. Vivían en mi cabeza, en los silencios largos, en la forma en que me sobresaltaba con ruidos fuertes. Y, sobre todo, en la preocupación constante por mis hermanos. Pensar en Thomas y en Suzie era como llevar una piedra en el pecho. No sabía cómo estaban. Si él seguía descargando su furia con ellos. Si mi madre seguía mirando hacia otro lado.

Ellos siempre habían sido mi motivación.

Por ellos había decidido estudiar trabajo social. Porque ningún niño merecía crecer con miedo. Ninguno merecía aprender tan pronto que el hogar podía ser el lugar más peligroso del mundo. Yo lo sabía demasiado bien. Por eso me había esforzado el doble en el colegio, estudiando hasta que los ojos me ardían, aferrándome a las buenas notas como si fueran una tabla de salvación. Era mi única salida. Nuestra única salida.

Cuando me gradué, la tía Betty movió cielo y tierra por mí. Consiguió una carta de recomendación de su jefe y, gracias a eso, logré entrar al programa de becas por mérito en Hunter College. Aún me costaba creerlo. Yo, sentada en aulas universitarias, rodeada de libros y posibilidades. Era un sueño que no me permitía dar por sentado ni un solo día.

Pero estudiar no era suficiente. Necesitaba dinero.

Como si darme un techo, comida y la oportunidad de seguir estudiando no fuera ya demasiado, Betty también consiguió que me dieran trabajo en casa de su jefe, en el área de limpieza. No lo dudé ni un segundo. Acepté sin pensar en el cansancio, sin pensar en nada más que en lo agradecida que estaba.

Ese día era mi primer día de trabajo.

Y no podía llegar tarde.

Apenas salí de mi última clase en la universidad, guardé mis cuadernos a toda prisa y me dirigí directo a la parada del transporte. El pequeño teléfono que Betty me había regalado comenzó a vibrar dentro de mi mochila. Me senté en uno de los asientos del autobús y lo saqué con manos nerviosas.

Era ella.

—Amelia —la urgencia se filtró en su voz en cuanto atendí—. Vamos con el tiempo justo. Si no nos apuramos, no vamos a llegar.

El estómago se me encogió.

—Lo siento, tía —respondí de inmediato—. La clase de ética se alargó más de lo normal. El profesor no quería dejarnos ir.

Hubo un breve silencio al otro lado.

—Está bien —dijo luego—. Escúchame bien. Espérame en la parada. En cuanto llegues, nos vamos de inmediato. Para mi jefe, la puntualidad de su personal es muy importante.

—De acuerdo —asentí, aunque ella no pudiera verme.

—No te entretengas.

—No voy a alcanzar a alistarme —admití, bajando la mirada hacia mis jeans, la camiseta sencilla y las zapatillas gastadas que llevaba puestas.

—Yo me encargo de tu uniforme —replicó sin titubear—. Te cambias allá. Lo único que importa ahora es que lleguemos a tiempo.

Tragué saliva.

—Está bien… nos vemos en unos minutos.

Colgué y dejé caer la cabeza contra el respaldo del asiento. No podía negarlo: estaba nerviosa. Mucho. Era mi primer día, y no podía fallar. No podía hacerla quedar mal con su jefe. Haría todo lo que me pidiera. Más que eso. Trabajaría duro, aprendería rápido. Haría mi trabajo tan bien que no tendría motivos para arrepentirse de haberme recomendado.

Apreté la mochila contra mi pecho como si así pudiera darme valor.

Todo iba a salir bien.

Porque no lo hacía solo por mí. Lucharía por mis hermanos. Por darles algún día un hogar donde no existiera el miedo, donde nadie levantara la voz para hacer daño. Un lugar donde solo hubiera amor. Aunque me costara cada gota de energía que tenía. Era una promesa silenciosa que les hacía todos los días.

El autobús empezó a disminuir la velocidad y se acercó a la parada. A través de la ventana, la vi. Betty estaba allí, dentro de su auto, mirando el reloj con el ceño ligeramente fruncido. El autobús se detuvo y bajé casi corriendo.

Ella me vio y abrió la puerta del copiloto.

—Vamos, vamos —susurró apenas al verme entrar.

Me acomodé con rapidez y cerré la puerta detrás de mí.

—Perdón por la demora —le dije, ajustándome el cinturón.

Betty arrancó el auto y exhaló con un suspiro.

—Creo que todavía llegamos —comentó—. Crucemos los dedos para que hoy haya decidido ser un poco más humano… y no el señor perfecto del tiempo.

Sonreí apenas, dejando escapar un suspiro que no sabía que estaba conteniendo.

Sí.

Ojalá hoy fuera uno de esos días.

El camino hacia la casa del jefe de la tía Betty se me hizo un poco interminable. Cada minuto sentía como mi corazón se aceleraba más, como si supiera lo que me esperaba. Las calles del Upper East Side pasaban rápidas por la ventana del auto, edificios altos de ladrillo y vidrio que brillaban bajo el sol, y yo no podía dejar de mirar todo con una mezcla de asombro y ansiedad. Había escuchado historias sobre el lujo de este barrio, pero verlo con mis propios ojos era otra cosa. Todo parecía perfecto, impecable, frío y distante, y aun así, increíblemente atractivo.

Cuando nos acercamos a la mansión, Amelia se quedó sin aliento. La casa era enorme, con ventanales que parecían llegar hasta el cielo, reflejando la luz del atardecer. Cada detalle estaba calculado: la fachada de piedra clara, las columnas que enmarcaban la entrada, los arbustos perfectamente podados. Me sentí pequeña de repente, una intrusa en un mundo que parecía no tener lugar para alguien como yo. Mi corazón dio un brinco, entre la emoción y el miedo de lo desconocido.

—¡Maldita sea! —susurró mi tía, con un dejo de frustración.

Su voz, apenas más áspera de lo habitual, me hizo sorprenderme; nunca la había oído maldecir así, aunque fuera suavemente.

—¿Qué pasa? —pregunté, desconcertada.

—Ya está en la casa —respondió con rapidez, y al instante me apuró a salir del auto.

Abrí la puerta, pero mi mirada se detuvo, petrificada. Frente a la casa, estacionado en la entrada, estaba un BMW M3. Igual que el de Adrian Volkov. Mi pecho se encogió y por un instante sentí que el mundo se me caía encima. Intenté calmarme, racionalizarlo. No puede ser el mismo… hay demasiados BMW en el Upper East Side, me repetí, tratando de convencerse a mí misma.

Mi tía notó que seguía en shock. Bajó los escalones rápidamente, me agarró del brazo y me sacudió ligeramente.

—¡Amelia! —me regañó—. No es tiempo para admirar la vista. Si nos tardamos, podrías ser despedida antes de comenzar. Vamos.

Me obligó a cruzar el umbral, y apenas entramos, me entregó una bolsa con el uniforme.

—Ve a cambiarte al área de empleados. No demores. Yo estaré en la cocina —dijo—. Rápido.

Me quedé sola, sintiendo la ansiedad mezclarse con la fascinación. Mi tía me indicó dónde estaba el vestidor, y con manos temblorosas me dirigí hacia él. Me cambié, guardé mi ropa y la mochila tal como me había indicado Betty, y respiré hondo antes de salir. Mi estómago estaba hecho un nudo; la idea de encontrarme con alguien desconocido me mantenía alerta, pero debía concentrarme en hacer bien mi trabajo.

Cuando entré en la cocina, Betty estaba terminando de preparar un té frío de durazno, colocándolo cuidadosamente en una bandeja. Al girarse hacia mí, me sonrió.

—Las primeras impresiones son muy importantes para el señor Volkov —dijo—. Quiero que le des una buena. Sonríe y llévale su té frío —me indicó—. Está en la sala, a la derecha.

Mi estómago se contrajo al escuchar el apellido Volkov. ¿Cuántos Volkov con un BMW M3 podría haber en el Upper East Side? Recé para que fuera solo una coincidencia. No podía ser él. No podía ser. Ya lo había enfrentado una vez, y no me creía capaz de hacerlo una segunda vez. No después de haberle roseado gas pimienta, y meterme a su auto. Si el destino me llevaba directamente a su casa, sería demasiado cruel.

—¿Puedes hacerlo, Amelia? —me preguntó Betty, con los ojos fijos en los míos.

Asentí rápidamente, intentando dejar de lado mi miedo y preocupación.

—Lo haré. Le daré una buena impresión, te lo prometo —dije, esforzándome por sonreír, sin saber si lo hacía para convencerla a ella o para convencerme a mí misma.

Tomé la bandeja y salí de la cocina en dirección a la sala. Cada paso hacía que los latidos de mi corazón retumbaran en mis oídos.

—Las coincidencias no existen, Amelia. Respira. No será él —me dije, intentando calmarme antes de entrar.

Y entonces entré.

El mundo pareció detenerse a mi alrededor.

Allí estaba él. Adrian Volkov. Justo frente a mí. Concentrado en un iPad que sostenía en sus manos, con ese porte imponente que me hacía temblar sin que pudiera evitarlo. El traje negro impecable, la camisa blanca perfectamente planchada, sin corbata, como si la elegancia se le hubiera pegado a la piel. Su cabello estaba perfectamente peinado, la barba ordenada, la expresión serena, casi distante, pero poderosa. Cada detalle de él emanaba control y autoridad.

—¡Joder! —exclamé, incapaz de contener el asombro mientras mis ojos se abrían de par en par.

Solté un suspiro antes de que mis manos se volvieran resbaladizas y la bandeja cayera al suelo con un ruido estrepitoso. Miré el desastre que había causado y, cuando levanté la mirada, él había alzado la suya del iPad. Toda su atención estaba concentrada en mí, con un reconocimiento claro y punzante en su rostro.

Cuando Betty hablaba de dar una buena impresión, estaba segura de que no se refería a esta.

Adrian dejó el iPad sobre la mesa y, en dos pasos largos, estuvo frente a mí. Me acorraló contra un rincón, y sentí el peso de su presencia como si fuera un sabueso olfateando su presa. Estábamos solo él y yo, y su mirada que decía más que cualquier palabra. No podía escapar.

Nuestros ojos se encontraron y, por un instante, todo lo demás dejó de existir. El silencio parecía eterno… hasta que su voz lo rompió, profunda y cargada.

—Te estaba buscando —susurró, y el calor de su voz recorrió mi piel, dejándome sin aliento y con el corazón acelerado.

Mientras sus palabras se desvanecían en el aire, noté cómo se acercaba más a mí, de una manera peligrosa.

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