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POV. Amelia
La adrenalina todavía se extendía por todo mi cuerpo, como un eco imposible de apagar. No sabía cómo lo había logrado, en qué momento exacto mis piernas habían decidido obedecerme, pero había escapado de él. Eso era lo único que importaba. Ahora me escondía en un centro comercial, mezclada entre gente que reía, compraba y caminaba sin saber que yo estaba rota por dentro… y por fuera. El miedo me apretaba el pecho ante la posibilidad de que me hubiera seguido. De que estuviera allí, buscándome, con esa serenidad peligrosa que siempre precedía a algo peor. Todo mi cuerpo dolía. No era un dolor difuso, no; era preciso, casi quirúrgico. Recordaba con exactitud cada uno de los latigazos que me había dado, cada golpe que había quedado impregnado en mi espalda, marcándome de por vida. Vestirme había sido una tortura. Cualquier movimiento me arrancaba un gemido que tenía que tragarme para no llamar la atención. Al caminar, el dolor se extendía como fuego, obligándome a apoyarme en las paredes para no desmayarme allí mismo. Pero no podía detenerme. En mis bolsillos solo tenía dinero suficiente para el transporte hasta la casa de Betty, algo para almorzar —si es que me alcanzaba— y un gas pimienta. El mismo que había utilizado horas antes para poder salir de esa casa. Ni siquiera me había dejado comer algo antes de levantarme para descargar conmigo su frustración. Yo era su saco de boxeo. Siempre lo había sido. Todo porque me negué a darle el poco dinero que había ganado para que se lo gastara en alcohol. También me había hecho perder mi empleo. Decía que yo solo iba a provocar hombres, igual que mi madre. Esa frase todavía me ardía más que los golpes. Y lo peor no era él. Lo peor era ella. Mi madre no se inmutaba cuando nos pegaba, porque mientras él se desquitara con nosotros, ella se libraba. Miraba a otro lado. Siempre. No solo me golpeaba a mí o a ella. También golpeaba a Thomas, mi hermano pequeño. A veces con menos fuerza, a veces con la misma rabia. La única a la que nunca le había puesto un dedo encima era Suzie. Y con el corazón desgarrado, había tenido que irme sin poder llevármelos conmigo. Porque seguían siendo sus hijos. Incluso cuando los lastimaban. Yo solo era la hermana mayor. La que aguantaba. La que protegía cuando podía. La que ahora huía. Me metí en la fila para pedir una hamburguesa. El olor a comida me revolvió el estómago y me recordó que llevaba horas sin comer. Mientras miraba el menú, noté cómo algunas personas me observaban de reojo. Sentí sus miradas clavarse en mí, incómodas, curiosas. Intenté ignorarlas, hasta que un ligero toque en la espalda me hizo girarme de golpe. Era una mujer desconocida. Tendría unos treinta años. Su expresión era de genuina preocupación. —No quiero molestarte, pero… ¿te encuentras bien? —preguntó. Fruncí el ceño, sin entender por qué me hacía esa pregunta. O, mejor dicho, lo entendía perfectamente. Porque no, no estaba bien. —¿Por qué lo pregunta? —inquirí, con la voz inexpresiva, como si eso pudiera protegerme. —Es que… tu abrigo está manchado de algo rojo —dijo, bajando un poco la voz—. ¿Estás herida? El pánico me atravesó de inmediato. Pensé que me había puesto bien las gasas. Que no se notaría. Pero las heridas eran más profundas de lo que había querido admitir. El hambre pasó a segundo plano. Tenía que revisarme. Limpiarme. Esconder esto. La mujer me siguió mirando. —¿Necesitas ayuda? No respondí. Pasé a su lado sin mirarla y eché a correr por la plaza, ignorando el dolor que me desgarraba la espalda. Busqué desesperadamente una tienda de ropa. Cualquiera. Entré a la primera que vi y me dirigí directo a los estantes. Tomé una sudadera holgada, demasiado grande para mí, que me permitiera moverme sin rozar las heridas y, sobre todo, ocultar cualquier mancha. No miré el precio. Pagué y me metí en los probadores. Allí, en el espacio reducido, me quité el abrigo. El escozor me arrancó un jadeo. Apoyé la frente contra la pared y cerré los ojos. Tú puedes, Amelia. Tú puedes. Me repetía esas palabras como un mantra, como si fueran lo único que me mantenía en pie. Me llevé una manga a la boca para no gritar mientras despegaba las gasas adheridas a mi espalda. Cada una se resistía, arrancándome sollozos que ahogué contra la tela. Cuando por fin terminé, me miré en el espejo. Mi espalda estaba magullada. Cubierta de cortes, moretones oscuros, marcas que no dejaban lugar a dudas. El aire se me quedó atrapado en el pecho. Cerré los ojos, temblando, y guardé las gasas en una bolsa, como si así pudiera borrar lo que había visto. Me puse la sudadera nueva con cuidado, recogí el gas pimienta y lo metí en el bolsillo. Al salir de la tienda, mi estómago rugió con fuerza. Pero ya no tenía opción. Solo me quedaba dinero para llegar a casa de Betty. Salí al parqueo del centro comercial… y ahí estaba. A lo lejos. Caminando despacio, observando los autos. El pánico se apoderó de mí. Me había encontrado. Me agaché de inmediato, agradeciendo que aún no me hubiera visto. Caminé entre los coches, aguantando la respiración, rezando por un milagro. Intenté abrir uno. Cerrado. Otro. Cerrado. Un tercero. Nada. La esperanza empezó a desmoronarse. Entonces vi un BMW M3. Me acerqué aun sabiendo que era inútil. Intenté abrirlo. Cerrado. Me rendí. El corazón me golpeaba con tanta fuerza que me mareaba. Me iba a encontrar. Lo sabía. Fue entonces cuando lo noté. En el suelo, cerca de una de las ruedas, había un pequeño alambre doblado, un ganchillo improvisado. Tragué saliva. No estaba orgullosa de saber lo que tenía que hacer. Era algo que había aprendido en otro momento de mi vida. Algo que nunca pensé que volvería a usar. Pero la vergüenza no podía competir con el miedo. Me arrodillé junto a la puerta, usando mi cuerpo para ocultar el movimiento. Mis manos temblaban mientras introducía el alambre, guiándome por la memoria y la desesperación. Recordé cómo debía girarlo, busqué el punto exacto, forzando la cerradura con cuidado, conteniendo la respiración a cada intento. Un clic suave. —Bingo… —susurré. Abrí la puerta con cuidado y me deslicé dentro. Cerré despacio y me escondí detrás de uno de los asientos, encogiéndome todo lo que pude. El dolor protestó, pero no me moví. Me acomodé como pude, sintiéndome, por primera vez en horas, relativamente segura. Allí dentro, en la oscuridad del auto, recé. Recé para que no me encontrara. Recé para que se fuera. Recé para poder llegar viva a casa de Betty. Y me quedé quieta, respirando despacio, esperando que el mundo me olvidara por un momento. Esperé durante tantas horas que, en algún punto, el cansancio me venció. Mi cuerpo, agotado y dolorido, decidió rendirse sin pedirme permiso y me quedé dormida, encogida detrás del asiento, aferrada a la falsa seguridad que me daba aquel escondite improvisado. No supe cuánto tiempo pasó. El movimiento constante se interrumpió en mi sueño y el terror me despertó de golpe, frío y punzante, recorriéndome la columna. Abrí los ojos desorientada, con el corazón golpeándome el pecho como si quisiera huir antes que yo. ¿A dónde me llevaban? ¿Se habían dado cuenta de que estaba allí? La posibilidad de ser descubierta, de volver a caer en manos equivocadas, me obligó a contener la respiración hasta que los pulmones comenzaron a arder. La oscuridad nos tragó de pronto. El sonido hueco del motor rebotó contra las paredes y me heló la sangre. Un garaje. Había llegado a su casa, a su territorio. Y yo no tenía la menor idea de quién era. El coche se detuvo. Un segundo después, un móvil comenzó a vibrar. Lo tomó casi de inmediato. —¿Sí? —contestó. Una voz masculina llenó el auto. Mi estómago se contrajo. Estaba encerrada en un coche con un desconocido. Hasta ese momento, había deseado con todas mis fuerzas que fuera una mujer. No sabía cómo reaccionaría al verme. O peor aún, qué podría hacerme. Tenía una percepción distorsionada del género opuesto, una que no había nacido del azar. Me habían enseñado a temerles. Especialmente cuando estabas sola, herida y atrapada en un espacio reducido que no te pertenecía. —No iré a casa —dijo él—. Me quedaré en la torre esta noche. Iré en unos días, cuando llegue el nuevo personal. Una breve pausa. —De acuerdo. Adiós. Colgó. Mi oportunidad de salir sin ser descubierta acababa de desvanecerse frente a mis ojos. Intenté moverme con cuidado, pero algo del asiento presionó mi espalda y el dolor explotó sin previo aviso. No pude contenerlo. Un quejido se escapó de mis labios. —¿Qué demonios…? —murmuró, mirando por el retrovisor. El reflejo de sus ojos se cruzó con los míos. Ya estaba descubierta. No pensé. Actué. Abrí la puerta y corrí. —¡Oye! ¡Detente! —me gritó—. ¿Qué diablos hacías en mi auto? Corrí hacia el portón que se cerraba lentamente, con el miedo empujándome más rápido que el dolor. Pero él era más fuerte. Más rápido. Me alcanzó antes de que pudiera salir y me derribó con facilidad. El impacto fue brutal. Giró mi cuerpo y mi espalda golpeó el suelo con tanta fuerza que las lágrimas me brotaron sin que pudiera evitarlo. —Para, por favor —supliqué, con la voz temblorosa—. Me estás lastimando. —No te estoy haciendo nada —replicó, sujetándome—. Dime qué hacías en mi coche. ¿Intentabas robarme? ¿Querías hacerme daño? ¿Quién te envió? Las preguntas se me agolpaban en la mente, chocando entre sí como golpes insistentes que no me dejaban pensar. —Por favor… suéltame —le supliqué, con la voz rota. —No hasta que me digas quién eres —dijo. Respiré hondo. Intenté calmarme, aunque el dolor seguía vivo, latiendo en mi espalda. Abrí los ojos… y entonces lo vi bien. Su rostro. Lo había visto antes. En vallas publicitarias, en revistas, en pantallas enormes que prometían poder y éxito. Era un Volkov. Uno de esos ricachones que controlaban todo, que vivían por encima de las reglas que aplastaban a los demás. Mi cuerpo empezó a temblar debajo del suyo. No pude evitarlo. Él lo notó. —Eh… —murmuró, aflojando el agarre—. ¿Qué te pasa? Cuando me soltó, me alejé como pude, arrastrándome. Intenté ponerme de pie, pero el mareo me detuvo y estuve a punto de caer. Él me sujetó del brazo. —Suéltame —le pedí, débil. —Si lo hago, te vas a desmayar —dijo—. Y no me podrás dar lo que quiero. Eso me devolvió un poco de fuerzas. Sin que se diera cuenta, llevé la mano al bolsillo de la sudadera y rodeé el gas pimienta con los dedos. —Me tengo que ir —repetí. —No te pienso dejar escapar —respondió—. Te escondiste en mi auto con algún propósito. Así que… No lo dejé terminar. Saqué el gas pimienta y lo rocié directo a sus ojos. —¡Maldita sea! ¿Te has vuelto loca? —gritó, llevándose las manos al rostro. Aproveché ese segundo. Corrí. Corrí con todo lo que me quedaba antes de que el portón terminara de cerrarse. —¡Puedes correr! —alcancé a escucharlo—. ¡Pero voy a encontrarte! Lo oí maldecir. No miré atrás. Corrí hasta que mis piernas ardieron, hasta que el aire me quemó los pulmones, hasta que sentí que estaba a salvo… o al menos, lejos. Deambulé sin rumbo durante un tiempo que no supe medir, hasta que encontré una cabina telefónica. Me quedaba una sola moneda. Y una última esperanza: que Betty estuviera en casa. Me encerré en la cabina y marqué. Sentí una paz inmensa cuando escuché su voz al otro lado. —Buenas… —Betty, soy yo. Amelia —dije, con la voz temblorosa. —¿Amelia? ¡Dios mío! ¿Dónde estás? —preguntó, alarmada. —No lo sé —admití—. No sé dónde estoy. —Mira a tu alrededor —indicó con calma—. Pregunta a alguien dónde estás, cariño. Salí de la cabina y dejé que la mirada recorriera el lugar con cautela, intentando orientarme. Fue entonces cuando distinguí a un hombre mayor caminando a unos metros. Dudé apenas un segundo antes de levantar la mano y hacerle una seña tímida. Él se detuvo y me miró, esperando. —Disculpe… —murmuré—. ¿Podría decirle a mi tía, que está al teléfono, dónde nos encontramos? Me miró con amabilidad y asintió. Tomó el auricular y le dio la ubicación. Nueva York. Cerca del Upper East Side. Le agradecí cuando terminó y él se marchó con una sonrisa. —Espérame ahí —me dijo Betty al volver—. Voy por ti ahora mismo. Colgué y me senté en un banco, abrazándome, mirando a todos lados, con miedo de que él apareciera de nuevo. Pasaron horas. Hasta que vi su auto. El coche de Betty se detuvo frente a mí y, en cuanto bajó, corrió hacia mí. —Estás pálida, Amelia —observó con preocupación—. ¿Has comido algo? Ven, vámonos a casa. Puedes quedarte conmigo todo el tiempo que necesites. Intentó abrazarme, pero me aparté con un quejido. —Lo ha hecho de nuevo… ese bastardo —murmuró—. Pero no volverás. No vas a volver a esa casa. Te vienes a vivir conmigo. —Gracias —respondí, sin saber qué más decir. Subimos al auto en silencio. Me acomodé en el asiento y apoyé la frente contra el vidrio, dejando que el murmullo del motor me envolviera. Afuera, los edificios comenzaron a desfilar lentamente, uno tras otro, difuminándose ante mis ojos cansados, como si la ciudad entera intentara engullir lo ocurrido y hacerlo desaparecer entre sus calles. Cuando el auto comenzó a tomar distancia, mi mirada se deslizó hacia atrás… y lo vi. Adrian Volkov estaba frente al edificio del que yo había salido corriendo, girando sobre sí mismo, escrutando cada rostro que pasaba, buscando. Me hundí un poco más en el asiento, conteniendo la respiración, rogando volverme invisible. No podía verme. No iba a encontrarme. Hiciera lo que hiciera, tenía que alejarme de personas como él.






