Mundo de ficçãoIniciar sessão—¿De qué te sirvió correr? —dijo, demasiado cerca—. Si al final eso solo te trajo de vuelta a mí.
El aire se me quedó atrapado en los pulmones. Intenté retroceder, crear aunque fuera un poco de distancia entre los dos, pero era inútil. Adrian colocó ambas manos a cada lado de mi cuerpo, apoyándolas contra la pared. Sabía exactamente cómo hacerte sentir atrapada. Y lo estaba logrando. —No pienso causar problemas, señor Volkov —aseguré, obligándome a mantener la voz firme—. Lo que pasó fue un accidente. Se rió. No era una risa ligera ni casual. Era dura, seca, cortante, como si el sonido mismo quisiera marcarme, resonando en mi pecho y haciendo vibrar cada fibra de mi cuerpo. Me estremecí, incapaz de apartar la sensación de que aquel eco invisible me había golpeado. —Ya los causaste —replicó—. Hubieras pensado en eso antes de meterte en mi coche y, por si fuera poco, atacarme. Podría mandarte a la cárcel por eso. ¿Lo sabías? La palabra cárcel me paralizó. No por el encierro en sí, sino por lo que implicaba. Mi padre era policía. Y él conocía a otros. Demasiados. Sería demasiado fácil que una llamada bastara para que todo se viniera abajo. Mi estómago se encogió. —Haré lo que sea para demostrarle que no soy una criminal —dije—. Tengo mis razones para haber hecho lo que hice. Me observó con detenimiento, como si intentara desarmarme pieza por pieza. —¿Lo que sea? —preguntó, arqueando una ceja. Su mirada descendió lentamente hasta mis labios. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda, mezclado con rabia y miedo. —Menos acostarme con usted —respondí, tajante. La sonrisa desapareció de su rostro. —¿Y qué te hace pensar que quiero acostarme contigo? —respondió con frialdad—. No eres mi tipo. Y nunca lo serás. El golpe no fue físico, pero dolió igual. —Perfecto —repliqué—. Agradezco que el sentimiento sea mutuo, señor Volkov. Intenté pasar a su lado. —Si me disculpa, iré a buscar algo para limpiar este desastre. No llegué lejos. Me sujetó del brazo y tiró de mí con brusquedad. Mi espalda chocó contra la pared y esta vez no pude contener el gemido de dolor que se me escapó. Mis heridas estaban sanando, sí, pero seguían ahí. Recordándome cada movimiento en falso. —No he terminado contigo —dijo, molesto—. ¿A dónde crees que vas? Entonces se detuvo. Su ceño se frunció al notar mi expresión, el modo en que me quedé rígida, conteniendo la respiración. —¿Por qué siempre que te toco pareciera que te vas a romper? —preguntó. No respondí. Me limité a cerrar los ojos un instante, esperando que el dolor cediera. —¿Puedo irme? —inquirí al fin, en voz baja. Entrecerró los ojos, evaluándome. —No —respondió—. No voy a dejarte ir. Su mirada volvió a descender hasta mis labios. Esa vez no pude evitarlo. Una risa breve, casi incrédula, escapó de mí. Sus palabras y sus acciones no coincidían en absoluto. —¿Algo te causa gracia? —cuestionó, con el ceño fruncido. —No, señor Volkov —respondí, sosteniéndole la mirada con una mezcla peligrosa de desafío y cansancio. Se quedó pensativo unos segundos. —Puedes irte… por ahora —dijo finalmente—. Estás a prueba. Limpia ese desastre y tráeme otro té. Se dio la vuelta y comenzó a alejarse. —¿Algo más? —pregunté, incapaz de ocultar la molestia. Adrian se giró. Me recorrió de arriba abajo con una mirada lenta, calculadora, para luego detenerse en mi rostro. —Nada más que puedas ofrecer —sentenció—. Puedes retirarte. Salí de la sala echando humo. Necesitas el trabajo. Necesitas el trabajo, me repetía como un mantra mientras caminaba por el pasillo. Llevé la mano a la espalda. El dolor era intenso, profundo. Me detuve un momento y me recosté contra la pared, cerrando los ojos, implorando que desapareciera. Pero no tenía calmantes. Nada que amortiguara ese recordatorio constante. Entonces lo sentí. Esa sensación incómoda de ser observada. Abrí los ojos y me giré. Mi corazón se detuvo. Adrian seguía allí, apoyado a unos metros, mirándome. No con burla. No con enojo. Sino como si me estuviera evaluando. Midiendo algo que ni yo misma entendía. Me erguí de inmediato, ignorando el dolor, y le sostuve la mirada. No iba a darle ese gusto. Luego me di la vuelta y seguí caminando hacia la cocina, con el pulso acelerado y la certeza incómoda de que, desde ese momento, nada iba a ser simple. Habían pasado varias horas desde mi encuentro con Adrian. Le había llevado su té y, para mi sorpresa, no volvió a intercambiar palabra alguna conmigo. Su atención parecía completamente absorbida por algo en su iPad. Apenas levantaba la vista, aunque en más de una ocasión sentí su mirada clavarse en mí mientras limpiaba las ventanas. Era una sensación incómoda, como si supiera exactamente cuándo observarme y cuándo ignorarme. Cuando terminé, lo dejé solo. No quedaba mucho más por hacer, y lo agradecí. El cansancio me pesaba en los huesos y mi cuerpo pedía a gritos descanso. Al final del día, cuando llegó la hora de irnos a casa y ya me había cambiado, me encontré con Betty en el pasillo. Llevaba las manos ocupadas con varias cosas. —Qué bueno que te encuentro —dijo cuando me acerqué—. El señor Volkov ha pedido que le lleves el iPad a su habitación. Está en su despacho, en una de las gavetas del escritorio. Te esperaré en el auto. Tomé un largo suspiro antes de asentir y dirigirme al despacho. La puerta estaba abierta. Encendí la lámpara del escritorio y abrí la primera gaveta. Nada. La segunda tampoco contenía el iPad, pero algo llamó mi atención. Una carpeta gris oscuro. En la esquina inferior se leía: A. Volkov. No pude evitarlo. La abrí. En la primera página estaban sus datos personales. Leí rápido, con la sensación de estar haciendo algo que no debía. No aparecía su fecha de nacimiento. El lugar decía San Petersburgo. Tenía sentido; los Volkov eran rusos-estadounidenses. Pero fue en la tercera hoja donde el mundo pareció detenerse. Padres adoptivos. La frase se repitió en mi cabeza una y otra vez. Volví a leer, convencida de que había entendido mal. Pero no. No me equivocaba. Adrian Volkov era adoptado. Cerré el expediente de inmediato, como si aquella verdad quemara en mis manos. El corazón me latía con fuerza. Si la prensa descubría algo así, lo destruirían. Su imagen pública se vendría abajo. Un falso Volkov al mando de Volkov Industries. Su campaña política se iría en picada. Ahora conocía su verdad. Una por la que muchos estarían dispuestos a matar. Y saberla podía meterme en problemas. ¿Por qué un hombre como Adrian Volkov dejaría algo así al alcance de cualquiera? Si no le llevaba su iPad, sabría que algo había pasado. Que yo había visto demasiado. Cuando por fin lo encontré en la última gaveta, lo tomé y salí del despacho. Me detuve al pie de las escaleras que llevaban al segundo nivel, dudando. Podía salir de esa casa, alejarme y fingir que nada había ocurrido. Pero no era una cobarde. Apreté el iPad contra mi pecho y subí. No sabía cuál habitación era la suya. Toqué varias puertas, pero nadie respondió. Al llegar a la última, en lugar de tocar, la abrí. Me quedé inmóvil. Adrian estaba de espaldas a la puerta, sin camisa, subiéndose unos pantalones de pijama negros. El movimiento fue lento, descuidado, y durante un segundo vi su trasero desnudo antes de que la tela lo cubriera por completo. Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Sentí el calor subir por mis mejillas, arderme en la piel, mientras me quedaba mirándolo fijamente, incapaz de apartar la vista. Había algo en su espalda, en la tensión de sus músculos, que me dejó sin aliento. Entonces se giró. Y se dio cuenta de que no estaba solo. El calor se encendió en mi cuerpo de una forma desconocida, incómoda, intensa. Avanzó hacia mí con el torso desnudo, seguro, dominante. Yo retrocedí por puro instinto hasta sentir la pared fría a mi espalda. —Parece que has traído algo para mí —murmuró, inclinándose un poco hacia adelante. Mi mirada descendió sin permiso, recorriendo su pecho fornido, la piel cálida, la línea de su abdomen. No pude articular palabra. —¿Te han comido la lengua los ratones? —preguntó, divertido por la situación. —Está… desnudo —solté sin pensar. —Estoy en mi casa —respondió—. Y no, no estoy desnudo, señorita Hernández. Ahora dámelo. Lo miré sin entender. —¿Disculpe? —El iPad, Hernández. Bajé la vista. Seguía abrazándolo contra mi pecho como si fuera un escudo. Se lo entregué de inmediato, casi lanzándoselo, y sin decir nada más me alejé de él. La vergüenza me quemaba por dentro. Pero incluso al cerrar los ojos, su imagen seguía ahí. Puaj, ¿qué me pasaba? Bajé las escaleras sin mirar atrás. Al salir al exterior, agradecí el aire fresco como si me devolviera la cordura. Betty me esperaba en el coche. Antes de subir, miré hacia atrás. Adrian estaba de pie frente a una ventana, observándome. Su rostro serio, impenetrable. Le sostuve la mirada más tiempo del que habría querido, y luego me subí al coche. Betty seguía mirando hacia un punto fijo sin encender el motor. —¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Por qué no nos vamos? —Esos sabuesos del The Sentinel no han dejado de rondar la casa desde que el señor Volkov se postuló —respondió—. Como si fueran a descubrir algo malo de él. Luego me miró. —Pero no van a encontrar nada. No hay nadie más transparente que el señor Volkov. Me obligué a apartar la mirada. Porque yo conocía la verdad. Adrian Volkov no era un verdadero Volkov. Y si eso salía a la luz, lo devorarían.






