Los primeros rayos del sol se deslizaron tímidos entre las cortinas, como si temieran despertar a una bestia dormida. Mis párpados pesaban; cada intento de abrirlos era una lucha contra el cansancio acumulado de noches sin sueño, contra la pesadez de un cuerpo desgastado por la traición y el dolor. El insomnio había cavado surcos oscuros bajo mis ojos y el corazón, aunque aún latía, parecía arrastrar consigo una carga insoportable.
Un suspiro se escapó de mis labios, suave y resignado, mientras mi cuerpo se incorporaba con esfuerzo desde la cómoda cama. La habitación aún estaba en penumbras, pero el silencio era cruelmente claro: nada de lo que había pasado era un mal sueño.
Mi mirada se deslizó, instintiva, hacia la mesita de noche. Allí, como una condena, reposaban mi portátil y la memoria USB que contenía pruebas de lo ocurrido, recordándome que la traición no había sido un espejismo. Todo era real. Lucía y Adrián. Mis dos certezas en la vida, convertidos en dagas que me atravesaba