La imposición del consejo

Freya entró sin tocar a la habitación de su tía Astrid, furiosa. Cerró la puerta con un golpe seco y fue directo al grano, como siempre que algo no salía como quería.

—No puedo seguir así —dijo, cruzándose de brazos con frustración—. Dante no me toca, casi ni me habla. Se encierra en ese maldito despacho todo el día. ¿Cómo se supone que voy a tener un cachorro real si ni siquiera me mira?

Astrid ni se inmutó. Estaba sentada en su butaca, leyendo, con una copa de vino en la mano. Alzó la vista apenas un segundo para observarla.

—¿Y vienes a llorar por eso?

—No estoy llorando, tía. ¡Estoy harta! Me habla como si yo fuera una carga. Hoy le pedí que dejáramos de aplazar la ceremonia y casi me arranca la cabeza. Me gritó. Me dijo que me largara.

Astrid cerró el libro con calma y se puso de pie con elegancia, aunque la forma en que la miraba era cortante como una navaja.

—¿Qué esperabas, Freya? Le estás respirando en la nuca todos los días. Lo persigues como si no tuvieras orgullo. Los homb
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