La mañana transcurrió con un humor de los mil demonios. Mis hombres, que ya se habían acostumbrado a verme sonreír —pues poco a poco estaba dejando atrás al temible Alfa Oscuro para convertirme en alguien con más calidez—, ahora estaban sorprendidos con esta repentina actitud.
—Si están así de distraídos, ¿cómo no quieren que los sorprendan con una emboscada? —gruñí a una de las patrullas que vigilaba la entrada norte de la manada de las Sombras.
Los guerreros agacharon la cabeza sin saber qué decir ni cómo defenderse. En realidad, no había tal distracción, era yo quien veía errores en todos lados. Me sentía terrible por no haberle dirigido ni siquiera una mirada a Madeleine. Lo que me había dicho la noche anterior me había sacado de base; jamás me esperé que encontrara en mi despacho la carta de Isabella, la última que escribió para mí.
Sabía que ella no tenía culpa de nada, que su curiosidad era completamente natural. Era yo quien estaba ocultando tantos secretos, y por eso mi único