La cena transcurrió sin mayores incidentes, aunque yo apenas probé bocado. Mi mente estaba en otra parte, o más bien… con otra persona. A cada instante mis ojos se dirigían a la puerta esperando que Enzo entrara, pero no apareció. El asiento a su derecha seguía vacío. Y eso, por alguna razón, me dolía más de lo que quería admitir.
Cuando terminamos de cenar, Leo se acercó a mí con una sonrisa traviesa y esa mirada que parecía esconder alguna broma.
—¿Me concedes un momento, mi Luna? —preguntó con una exagerada reverencia que me hizo sonreír por pura cortesía.
—¿Ahora? —arqueé una ceja, algo confundida.
—Prometo que no voy a secuestrarte ni nada por el estilo. Sólo quiero una conversación… en el jardín. El aire fresco ayuda a digerir tanto drama —dijo con un guiño, y chasqueó los dedos a un sirviente—. Unas copas y algo ligero para picar, por favor.
Su actitud me desconcertaba un poco, pero había sido amable toda la noche, y no quería parecer descortés.
—Está bien. Vamos —acepté.
El ja