Dante salió de la sala del Consejo como alma que llevaba el diablo. La furia era evidente en sus ojos, y arremetió contra todo aquel que se atreviera a cruzarse en su camino. Necesitaba deshacerse de los obstáculos que representaban los ancianos del Consejo, pero lo haría con paciencia. Irían cayendo uno por uno. Aquella operación debía ser silenciosa, limpia, pero eso no le impediría disfrutarla. Odiaba las imposiciones, y ahora lo estaban empujando más allá de sus límites, obligándolo a tomar una decisión que no deseaba: casarse tan apresuradamente con Freya.
Sí, era cierto que ella lo había vuelto loco en el pasado, pero eso había cambiado hacía tiempo. Su deseo por ella se había desvanecido. Ahora, Freya le resultaba patética, fastidiosa. Por supuesto, no pensaba alejarla por completo de su vida: llevaba en el vientre a su heredero, y el linaje era sagrado en las manadas. Pero como mujer, ya no le interesaba en absoluto.
No desde que conoció a Lucrecia.
Aquella noche, cuando fue a