Después de aquel momento íntimo con Madeleine, le acaricié la mejilla con suavidad y le regalé una sonrisa cálida, buscando borrar los rastros de tristeza que aún empañaban sus ojos.
—Pequeña, tengo que ocuparme de algunos asuntos. ¿Te parece si te preparas? Quiero que almorcemos juntos para darle la bienvenida a Leo como se merece.
Ella asintió con dulzura, aunque en su mirada aún quedaban vestigios del dolor de nuestra reciente discusión.
—Está bien —dijo simplemente, y antes de separarnos, me abrazó con esa calidez que sólo ella podía darme. Me aferré a ese instante como si fuera el último.
Nos despedimos con un beso lento y sentido, y me alejé con el corazón latiendo fuerte. Caminé por los pasillos en silencio, rumbo a mi despacho, sabiendo que me aguardaba una conversación inevitable.
Al llegar, lo encontré allí, sentado como si fuera su propio espacio, moviéndose inquieto, con los brazos cruzados y la expresión seria.
—Por fin apareces —dijo Leo apenas me vio entrar—. ¿Vas a con