Mateo estaba sentado solo en su estudio. La habitación estaba en penumbra, salvo por el brillo ámbar de la lámpara de escritorio que se reflejaba en medio vaso de whisky. Estaba leyendo un expediente confidencial cuando su jefe de seguridad llamó suavemente a la puerta y entró.
—Señor —dijo el hombre con cautela—, pensé que debía saberlo… La señora Elena ha salido.
Mateo no levantó la vista.
—¿Y?
El guardia vaciló.
—Parece que… está cenando. Con Leonardo DiAngelo.
Crack.
El vaso de cristal que Mateo sostenía se hizo añicos bajo la fuerza de su agarre. El whisky se derramó sobre su palma, goteando de la mesa al suelo.
Lentamente, muy lentamente, Mateo alzó la vista.
Sus ojos estaban muertos.
Fríos.
Una tormenta a punto de estallar.
—Repítalo —dijo con una calma demasiado tranquila.
—Está en un restaurante exclusivo con el señor Leonardo, señor.
Mateo exhaló una vez por la nariz.
Entonces
¡BANG!
Golpeó el escritorio con el puño con tanta fuerza que los papeles salieron volando.
Su pecho