El día siguiente a la aceptación de Chloe fue un ejercicio de tortura silenciosa. El anillo en su dedo anular no se sentía como una joya, sino como un grillete; un peso muerto y frío que le recordaba constantemente el precio de su venganza y la brutalidad de sus propias palabras. Había destruido a Brendan para salvarlo, y ahora debía vivir con el fantasma de su dolor.
Esa noche, Thomas insistió en una pequeña cena en el salón principal. No era una fiesta, sino una exhibición de poder. Había invitado a un par de socios comerciales y sus esposas, personas cuyo respeto Thomas valoraba y ante quienes deseaba presentar su nuevo trofeo: la prometida.
Chloe, envuelta en un vestido de seda color esmeralda que Thomas había elegido, jugaba su papel con una perfección helada. Reía cuando debía, sonreía a los socios y permitía que la mano de Thomas descansara posesivamente en la curva baja de su espalda. Era una muñeca de porcelana exhibida en la repisa del lobo.
Y entonces lo vió.
Brendan no est