La mañana se deslizaba lenta en la casona de los Uresti.
Paula se movía con prisa y esmero, ayudando a su compañera Nora a colocar los platos sobre la bandeja.
El aroma del café recién hecho y el pan tostado llenaba el aire.
Sus manos temblaban ligeramente, pero trataba de disimularlo.
Desde hacía semanas, sus nervios estaban en la superficie. Dormía poco. Comía mal.
—Apresúrate, Paula, que el señor ya está en el comedor con su madre —le dijo Nora, con un tono que buscaba sonar firme, aunque no dejaba de lanzar miradas de reojo—. Hoy están de malas. Mejor no dar motivos.
Mientras tanto, en el amplio comedor, una luz suave de la mañana filtrándose por las cortinas, el señor Norman Uresti, impecable en su traje oscuro, se mantenía sentado frente a su madre, la señora Augusta.
—¡Norman! —exclamó con voz cargada de frustración—. Tienes que darme un nieto. Es tu deber. Si no lo haces, la herencia de tu abuelo, esa que construyó con sudor y sangre, irá entera a la fundación de niños abandona