La mañana se deslizaba lenta en la casona de los Uresti.
Paula se movía con prisa y esmero, ayudando a su compañera Nora a colocar los platos sobre la bandeja.
El aroma del café recién hecho y el pan tostado llenaba el aire.
Sus manos temblaban ligeramente, pero trataba de disimularlo.
Desde hacía semanas, sus nervios estaban en la superficie. Dormía poco. Comía mal.
—Apresúrate, Paula, que el señor ya está en el comedor con su madre —le dijo Nora, con un tono que buscaba sonar firme, aunque no dejaba de lanzar miradas de reojo—. Hoy están de malas. Mejor no dar motivos.
Mientras tanto, en el amplio comedor, una luz suave de la mañana filtrándose por las cortinas, el señor Norman Uresti, impecable en su traje oscuro, se mantenía sentado frente a su madre, la señora Augusta.
—¡Norman! —exclamó con voz cargada de frustración—. Tienes que darme un nieto. Es tu deber. Si no lo haces, la herencia de tu abuelo, esa que construyó con sudor y sangre, irá entera a la fundación de niños abandonados. ¿Eso quieres? ¿Castigarme hasta el final? Dime... ¿Sigues odiándome tanto?
Los ojos de Norman la miraron un instante.
Eran oscuros, brillantes, cargados de una rabia tan bien contenida que helaba el aire. Pero entonces, una sonrisa apenas perceptible se dibujó en sus labios.
—¿Castigarte? Tú mereces todos los castigos posibles, madre. Pero no te confundas... esto no es por odio, es por justicia. Ahora bien, ¿quieres un nieto? ¿Y si tengo uno con una criada? ¿Lo aceptarías si es tu única salvación?
Augusta palideció. Su cuerpo entero se tensó.
—No te atreverías…
—¿Estás segura?
En ese momento, Paula entró con la bandeja.
Caminó con cautela, tratando de no tropezar con sus propios pensamientos. Colocó los platos sobre la mesa.
Pero al hacerlo, notó cómo los ojos de Norman no se apartaban de los suyos. Sintió un escalofrío.
«Ese hombre... ¿Por qué siento que ya lo he visto en algún lado?», pensó, pero descartó la idea. No podía ser.
Augusta retomó la conversación con fingido desinterés, tomando una taza de café.
—¿Sabes el último chisme de Mayrit? Dicen que el magnate Javier Villagrán fue abandonado por su esposa... una vergüenza pública, según dicen.
El corazón de Paula dio un vuelco.
Sus manos se crisparon sobre el mantel. Las palabras resonaron como un eco lejano, pero brutal.
Su rostro perdió el color. Un dolor sordo le recorrió el vientre, y antes de poder sostenerse, sus piernas fallaron.
—¡Paula! —gritó Nora, que acababa de entrar—. ¡Paula!
La joven se desplomó al suelo, inconsciente.
Norman se levantó de inmediato. Sin pensar en nada más, la cargó entre sus brazos.
—¡Norman! ¡Es una criada! ¡No la toques! —bramó Augusta, horrorizada—. ¡Haz que alguien más la lleve!
Pero él no respondió.
Sus brazos se aferraban al cuerpo delicado de Paula, como si se tratara de algo más que una simple empleada.
Sus pasos fueron firmes. La llevó hasta una habitación de huéspedes, la colocó con cuidado sobre la cama y giró el rostro hacia uno de los empleados.
—Llamen a un médico. Ahora mismo. Quiero que la revisen de inmediato.
Salió sin mirar atrás. Su madre lo esperaba en el despacho, furiosa.
—¿Qué estás haciendo? —lo increpó, apenas lo vio entrar—. ¿Ahora te fijarás en otra mucama? ¿No fue suficiente con Viena? ¿No aprendiste nada?
Norman apretó los puños. Un músculo en su mandíbula vibró de furia contenida.
—¡No digas su nombre! —rugió—. No quiero volver a escuchar sobre Viena. Nunca más.
Se dio media vuelta y salió, dejando a Augusta con una sonrisa torcida.
***
El médico llegó poco después.
Atendió a Paula con profesionalismo, pero también con un dejo de sorpresa. No era común que lo llamaran con tanta urgencia por una sirvienta desmayada.
—Su presión es inestable. El desmayo se debió al estrés y al estado de su organismo... —dijo, y luego, en tono más bajo—. Está embarazada de doce semanas. Su estado es frágil. Necesita un ultrasonido urgente. Si no se cuida, puede perder al bebé.
—¿Emb... embarazada? —susurró Paula, llevándose las manos al vientre.
El doctor le explicó los riesgos. Ella, aún pálida, asintió.
—¡Voy a cuidarme! No quiero perder a mi bebé… por nada del mundo.
El médico le dio una cita para un ultrasonido, le indicó reposo, y se preparó para marcharse.
Luego el médico se fue.
Pero justo cuando cruzaba el pasillo, un mayordomo se le acercó.
—El señor Uresti desea hablar con usted. Lo espera en el despacho.
Al entrar, encontró a Norman de pie, mirando por la ventana.
—Doctor… ¿Qué tiene mi empleada? ¿Por qué se desmayó? ¿Es grave? ¿Va a morir?
El médico sonrió ante la exageración.
—Oh, no, claro que no, señor Uresti. No se preocupe tanto. Lo que pasa es que… está embarazada.
Norman giró lentamente, y sus ojos se abrieron con una mezcla de sorpresa y otra cosa… una idea que se formó como una sombra en su mirada.
—¿Embarazada…?
El silencio en la habitación se volvió espeso. La tensión se podía cortar con un cuchillo.
Y entonces, muy lentamente, una sonrisa casi imperceptible se dibujó en los labios de Norman Uresti.
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