—¡Lo siento! —exclamó Paula con voz temblorosa, mientras daba media vuelta y salía apresuradamente de la habitación.
La otra empleada entró con cautela y, al ver al señor Uresti sentado al borde de la cama, se detuvo un momento, observándolo con una mezcla de respeto y miedo reverencial.
—Una disculpa, señor Uresti. Con permiso —dijo en voz baja, tratando de no incomodarlo más.
—¡Detente! —interrumpió él con firmeza, su voz resonando como un látigo en la habitación—. ¿Quién es ella?
La mujer bajó la mirada, dudando por un instante antes de responder.
—Ah, es la nueva mucama, señor. Se llama Paula.
Él asintió lentamente, sin apartar la vista de la puerta por donde Paula había salido. La tensión en la habitación era casi palpable.
—Vete —ordenó con voz seca.
La mujer salió casi corriendo, dejando tras de sí un silencio pesado.
El hombre se sentó en el borde de la cama y por un instante cerró los ojos.
Su mente volvió a esa mujer que jamás podría olvidar.
Por un momento, Paula le había recordado a Viena, pero sabía que era solo una sombra, un espejismo cruel.
Ninguna mujer podía ser Viena. Aunque la odiara, aunque ella lo hubiera abandonado sin miramientos, el fuego de su recuerdo seguía quemándole el pecho con una intensidad que dolía más que cualquier herida física.
***
Paula caminaba por el pasillo con pasos temblorosos, aun con la respiración agitada por el encuentro con el señor Uresti.
El miedo la había invadido de golpe. ¿La despedirían? ¿A dónde podría ir?
No tenía a nadie, ni un lugar seguro. La incertidumbre la hacía sentir pequeña, vulnerable.
De pronto, la otra empleada apareció junto a ella, cruzando los brazos y mirándola con severidad.
—¿Qué hiciste? —le preguntó en voz baja pero firme—. Molestaste al señor Uresti. Mejor no te cruces por su camino, ¿vale?
Paula asintió sin atreverse a replicar. Sintió una mezcla de alivio y temor. Al menos no la habían despedido... por ahora.
***
Quince días después, Javier estaba sentado frente a un investigador privado en un despacho austero.
La luz del atardecer se colaba por la ventana, marcando con sombras las líneas de preocupación en su rostro.
Extendió una foto y varios documentos.
—Encuentre a mi esposa —dijo con voz grave—. Mis hombres también la buscan, pero no han tenido éxito. Necesito verla. Ella... escapó con su amante.
Las palabras salieron como un disparo, cargadas de rabia y desesperación, y en el pecho de Javier dejaron un vacío profundo. Era como si el suelo se abriera bajo sus pies.
El investigador asintió mientras tomaba notas, sin perder ni un detalle.
—¿Tiene alguna pista de dónde podría estar? —preguntó con calma.
Javier negó con la cabeza, la mandíbula apretada.
—Pagaré lo que sea por saber dónde está.
El hombre le ofreció una leve sonrisa de seguridad.
—Le aseguro que soy muy bueno en esto. Averiguaré todo lo que necesite, incluso quién es su amante.
Javier apretó los puños con fuerza, intentando no dejarse llevar por la impotencia.
Le indicó la dirección del hotel donde había visto a Paula, convencido de que allí encontrarían más pistas.
El investigador tomó nota y, al salir, notó una figura que lo observaba desde el umbral: Alicia.
Ella estaba escuchando tras la puerta, los ojos llenos de dudas y sentimientos encontrados.
Él la miró con desconfianza, pero no dijo nada y se alejó.
Alicia dudó un instante, pero entonces vio a Javier acercarse.
—Javier, no deberías estar aquí —le advirtió.
—¿De verdad vas a ignorar lo que hicimos? —preguntó Alicia con lágrimas en los ojos—. Hicimos el amor. Estás matándome el corazón.
Javier bajó la mirada, su voz se tornó más baja, como si cada palabra le doliera.
—Alicia, sigo siendo un hombre casado. Todo fue un error.
—¡Un error! —exclamó ella, la voz temblando de rabia y tristeza—. ¿Sabes qué es un error? Tu amor por Paula. Ella te traicionó. ¿Lo olvidaste? Se acostó con otro hombre, tú la viste en ese hotel, incluso me acusó a mí. Paula no merece tu amor.
Las palabras eran dagas clavándose una tras otra en el pecho de Javier, que ahora parecía roto, hundido en su propio dolor.
—Vete, Alicia —susurró con un hilo de voz—. Por favor.
Ella se fue sin decir nada más, dejando tras de sí un silencio que parecía gritar.
***
Al llegar a casa, Alicia no pudo soportar la tormenta dentro de sí. Entró directo a su habitación, se sentó frente al escritorio y, con manos temblorosas, escribió una nota.
—Veamos si eres capaz de dejarme morir... por Paula.
La desesperación lo llevó a un acto extremo.
Tomó una cuchilla y, sin pensarlo, abrió sus venas. El dolor físico se mezcló con el emocional, y su visión comenzó a nublarse.
Justo en ese momento, escuchó pasos en el pasillo.
La puerta se abrió de golpe y una empleada entró, dejando escapar un grito desgarrador al verlo tendido en el suelo, con la carta a su lado.
—¡Ayuda! —clamó con urgencia.
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