—¿Venganza? —repitió Viena, con un temblor en la voz que no sabía si era de miedo o de furia contenida.
El hombre la observaba con ojos oscuros, cansados, pero aún llenos de un fuego que parecía no apagarse jamás.
—¿Acaso no quieres eso? —preguntó él con calma, aunque en su tono había una fiereza que calaba hondo—. ¿No te han hecho daño suficiente como para arder con la idea de verlos caer?
Viena cerró los ojos un instante.
Bastó esa pausa para que todos los recuerdos volvieran como un alud imposible de detener. Cada humillación, cada palabra hiriente, cada lágrima derramada en silencio.
La herida abierta en su cuerpo dolía, pero la herida en el alma ardía con más fuerza.
Cuando volvió a mirarlo, sus ojos brillaban, bañados de rabia y lágrimas no derramadas.
—Sí —murmuró con la voz quebrada—. Lo recuerdo todo. Y duele… tanto, que a veces siento que no podré volver a respirar tranquila hasta verlos pagar.
El hombre sonrió con amargura.
No era una sonrisa de burla, sino la de alguien