—No, Javier.
Él la miró con dolor, como si cada palabra le arrancara un trozo del alma. Sus manos temblaron, inútiles, buscando un consuelo que no existía.
—Por favor, mi amor —rogó ella con la voz quebrada—. Perdóname.
Paula lo vio respirar hondo, la garganta apretada. El silencio entre ambos pesaba más que una losa.
—Aún no puedo… —respondió él, con la honestidad fría de quien ha sido herido hasta el hueso.
Asintió, sin poder sostener la mirada.
Se alejó unos pasos, como si el espacio físico pudiera mitigar el daño.
Paula sintió un frío interior que le recorrió la espalda: no era solo el viento que golpeaba las ramas del jardín, era la certeza de que algo dentro de ella se estaba partiendo.
Sus manos se cerraron en puños; su respiración se aceleró.
***
Al día siguiente la familia se reunió para el entierro de Franco Boruvaine.
La ceremonia fue un hueco de formalidades y miradas vacías: palabras aprendidas que no alcanzaban a cubrir el abismo.
Paula observó la tumba con ojos vidriosos