Javier miró la escena con el corazón en un puño, paralizado por la incredulidad.
La policía había catalogado todo como un suicidio, pero incluso él sabía que era imposible.
La posición del cuerpo, la manera en que había caído… nada cuadraba. Cada fibra de su ser gritaba que aquello era mentira, que alguien había planeado y ejecutado cada detalle con precisión aterradora.
Sintió un escalofrío recorrerle la espalda y un nudo en la garganta que le impedía respirar con normalidad.
La mansión Uresti estaba silenciosa, salvo por el murmullo del reloj de la sala.
En su habitación de servicio, Viena se arrodillaba junto a la cama de su pequeño Rafael. Lo acomodó con suavidad entre las sábanas y posó una mano en su mejilla, contemplando sus ojos llenos de inocencia.
—Rafa, por favor, mi amor, no debes llamar al señor Norman “papá” —dijo con un hilo de voz tembloroso, intentando que sonara firme y maternal.
—Pero… es mi papi, lo vi en una foto contigo —respondió Rafael, con esa sinceridad que s