Norman entregó al niño a una de las empleadas, asegurándose de que estuviera vigilado, y en cuanto el pequeño desapareció de su vista, giró con brusquedad.
Sus manos se cerraron con fuerza sobre el brazo de Viena, arrastrándola casi a la fuerza por el pasillo.
Ella apenas podía respirar. Sentía que su corazón golpeaba contra sus costillas como si quisiera escapar, igual que ella.
El portazo resonó con violencia cuando Norman cerró la puerta tras ellos. El eco retumbó en su pecho, y Viena comprendió que estaba atrapada.
El aire dentro de aquel despacho era denso, sofocante, cargado de resentimiento.
Ya no era el hombre que una vez la miró con ternura infinita, ni el joven que le prometió amor eterno entre caricias.
Frente a ella había un extraño, un hombre marcado por la rabia, el odio y un rencor que parecía envenenarle el alma.
—Dime de una vez, Viena… —rugió, con una voz quebrada entre furia y desesperación—. ¿Es mi hijo? ¡¿Es mi hijo?!
Ella apenas podía sostenerse en pie. Su cuerpo