Al día siguiente, Viena llegó temprano a la mansión Uresti para ayudar a Paula con las niñas.
La luz de la mañana entraba por las ventanas, iluminando la sala con un resplandor cálido y tranquilo, pero en el interior de Viena, la calma era imposible.
Observó a las pequeñas correr alrededor con risas alegres, completamente ajenas a los conflictos que atravesaban los adultos.
Paula sonrió al verlas, su felicidad se notaba en cada gesto, en cada mirada que dedicaba a sus hijas.
—Son hermosas —dijo Viena, con una mezcla de admiración y un dejo de melancolía en la voz.
Paula, recibiendo el cumplido, sonrió suavemente, dejando que su mirada se perdiera por un instante en el recuerdo de los años que había pasado luchando por ellas.
—Sí, las amo —respondió con sinceridad—. Tu hijo también es un encanto. ¿Y dónde está el papá de tu hijo?
Viena bajó la mirada, sintiendo un nudo en el estómago.
—Lo siento si me paso con mi pregunta —dijo, intentando suavizar el momento.
—No, está bien —replicó P