—¡Viena, escúchame! ¿Qué significa esto? —gritó él, la voz desgarrada por la incredulidad.
Viena lo miró con ojos feroces, fríos como acero. Había en su rostro una calma peligrosa, la calma de quien ha tomado una decisión irreversible.
—Significa que ya nunca seré tu víctima —respondió ella, cada palabra, un corte preciso.
—¡Viena, Rafael es también mi hijo! —intentó suplicar él, las manos abiertas en señal de ruego, pero sus palabras rebotaron en el muro de silencio que ella había erigido.
Ella no lo escuchó.
Caminó con paso decidido hasta el auto, la falda ceñida, el corazón endurecido por la traición y el dolor.
Fue entonces cuando lo vio: ese hombre que encarnaba todas sus pesadillas, Roberto Montes, la sombra que durante años se había cruzado en la vida de su familia con promesas rotas y amenazas veladas.
Sus manos se cerraron sobre el volante con fuerza contenida.
Cuando el coche arrancó, él corrió tras ellos, sus pies golpeando el asfalto, arremetiendo contra el viento que ya se