Paula se levantó de la silla como un resorte, casi derribando la carpeta que había sobre el escritorio.
—¡Es una locura! —exclamó, su voz quebrada entre la indignación y el miedo—. Claro que no.
El hombre, sentado frente a ella, permaneció imperturbable.
Entrecruzó las manos sobre el escritorio y sonrió con una calma inquietante.
—Tranquila… es solo una propuesta, Paula —dijo, con un tono que pretendía ser tranquilizador, pero que sonaba más como una advertencia disfrazada—. Algo que nos ayudaría a ambos. Un simple contrato. Piénsalo con cabeza fría.
Paula lo miró fijamente, sin poder ocultar la sorpresa. Sentía que no entendía del todo hasta qué punto era capaz de llegar aquel hombre.
—Será mejor que renuncie —dijo, con voz firme, aunque por dentro se sentía temblar.
Él no perdió la sonrisa.
—Paula, en estos momentos… no creo que quieras hacer eso. Piensa bien. Si después decides que no, lo entenderé.
Pero Paula ya no quería escuchar.
Salió del despacho con pasos apresurados, sintie