Al día siguiente.
Paula apenas había conciliado el sueño durante la noche; cada ruido en la hacienda le parecía un paso furtivo, una amenaza escondida.
El miedo y la desconfianza se habían convertido en sus compañeros constantes.
Sin embargo, sabía que quedarse de brazos cruzados sería su sentencia, y que si quería sobrevivir, necesitaba encontrar a Iñaki cuanto antes.
Se armó de valor y, con un nudo en la garganta, fue a pedir permiso para salir.
Pensó que el ama de llaves le diría que no, que la vigilaría con la misma severidad de días anteriores.
Pero, para su sorpresa, la mujer la miró en silencio durante unos segundos, como evaluando su petición, y luego asintió con frialdad.
—No tardes —dijo, simplemente, con un tono que no permitía réplicas.
Paula no lo dudó.
En cuanto salió por la puerta principal, respiró con fuerza, sintiendo que cada paso lejos de esa hacienda era como recuperar un poco de su libertad.
Un taxi la esperaba en la entrada; le dio la dirección de la ciudad más