Paula miró su cuerpo y bajó la vista. Las lágrimas comenzaron a deslizarse lentamente por su rostro, primero tímidas y luego desbordadas, como si un dique hubiera cedido.
El peso de lo vivido la aplastaba desde dentro. Norman corrió hacia ella para abrazarla, con la intención de sostenerla en medio de aquel derrumbe silencioso, pero cuando la estrechó entre sus brazos notó algo desconcertante: estaba demasiado tranquila.
Había una quietud extraña en ella, una calma helada que no se correspondía con la intensidad de sus lágrimas.
Sin más palabras, volvieron al auto. La policía ya se encargaría de buscar a Felicia.
El camino de regreso se cubrió de un silencio áspero, apenas interrumpido por el motor del coche y los ruidos lejanos de la ciudad.
Fue entonces que Paula habló, su voz sonó como un eco distante, cargada de una ironía amarga.
—¡Qué ironía, ¿no lo crees?! —murmuró, con los ojos perdidos en algún punto invisible—. Mis enemigos se matan solos; no he tenido que mover un dedo… has