Paula no podía creerlo.
Las palabras rebotaban en su cabeza y la hacían temblar: eran la confirmación de un plan terrible, la sentencia de alguien que no tenía piedad.
Viena le recordó a sí misma, a la Paula de antes, a la mujer que habría creído en las promesas y se habría dejado destruir en silencio.
Ahora, escuchar a Augusta pedir la muerte de otra mujer fue como ver un espejo roto. Un golpe directo al pecho.
Su mano buscó el teléfono sin pensarlo.
Lo encendió y grabó. No iba a confiar en sus palabras, no podía permitir que la casa tragara la verdad.
Apuntó la cámara hacia Augusta y dejó que la voz se quedara en memoria. Era una prueba, una acusación en frío.
Si algo le pasaba a Viena, que el mundo supiera quién lo pidió.
—¡Te lo he dicho! —escupió Augusta, con una calma que helaba—. Quiero a Viena muerta. Ahora mismo. Maldición, ¡mátenla! No me importa, quiero ver una foto de su cadáver. ¡Mi hijo trajo a su bastardo! De ese niño me encargaré yo misma.
Cada palabra cayó como una los