—¡Felicia… ayúdame! —la voz de Franco se quebró en un hilo tembloroso que apenas atravesó la sala.
Se le quebró hasta la garganta; cada palabra le costaba como si las fuerzas le hubieran sido expropiadas.
Su mano buscó inútilmente el borde de la mesa a su lado, cualquier apoyo que evitara el vértigo que ardía en su pecho.
Felicia sonrió con esa sonrisa larga, fría, de quien ha practicado la crueldad hasta convertirla en gesto cotidiano. No había arrepentimiento en sus labios; había triunfo y desprecio, y algo de calma calculada, como la de quien sabe que remata a su presa.
—¿Sabes por qué tu hija te odia tanto? —preguntó, con tono suave, la clase de dulzura que hiela—. Porque yo misma le dije que siempre fuimos infieles. Le sembré dudas, la hice creer que no era tu sangre. La alejé de ti, de Javier, de todo lo que podía sostenerla. —Hizo una pausa, deleitándose en cada segundo—. Y además… ¿Sabes lo que hice con ella? Bien. Te lo diré.
Los ojos de Franco, agrandados por la incredulidad