Viena se levantó tambaleándose, apenas sostenida por la fuerza de su propio dolor. Cada paso que daba por aquellos fríos pasillos dejaba un rastro de sangre, pero a ella ya no le importaba.
La vida parecía escaparse de su cuerpo, gota a gota, como si cada herida no fuera solo física, sino también una marca de traición, de abandono, de todo lo que había perdido.
Sus labios resecos se abrieron, intentando pedir ayuda, pero no salió sonido alguno.
La desesperanza la había dejado muda. Solo sus ojos, vidriosos, hablaban: reflejaban la angustia de una madre que sabía que podía morir sin volver a ver a su hijo.
De pronto, un grito rompió el silencio.
—¡Una mujer herida! ¡Ayuda, llamen a una ambulancia!
El eco de esa voz resonó en los pasillos como un golpe. Varias personas corrieron hacia ella, rostros que no conocía, manos extrañas que intentaban detener su caída.
Viena ya no podía sostenerse; sus rodillas cedieron, y terminó desplomándose en el suelo, con la mirada perdida en un punto leja