Paula estaba a punto de salir de ahí, sus pasos firmes resonando en el suelo del pasillo, cuando de repente escuchó esa voz conocida, tan desagradable, tan llena de veneno que la hizo detenerse en seco.
—¡Paula!
Su corazón dio un brinco, y un escalofrío recorrió su espalda.
Era imposible que aquella mujer, su peor enemiga, tuviese el descaro de llamarla por su nombre en un tono tan desafiante. Paula giró lentamente, con los ojos entrecerrados, intentando descifrar la intención que se escondía detrás de aquel grito.
La curiosidad, mezclada con una rabia profunda, la consumía; necesitaba saber qué quería, aunque en el fondo intuía que no sería nada bueno.
Sosteniéndose con fuerza, Paula mantuvo la cabeza erguida.
Su guardia personal, el señor Clinton, la miró con duda y preocupación.
Esperaba que la escena terminara pronto, que la mujer se diera por vencida, pero el señor Uresti no dejaba de llamarlo, preocupado también por la tensión creciente.
Sin embargo, Paula decidió escucharla, má