Al volver a la mansión Uresti, el silencio parecía envolver las paredes como un manto pesado.
Paula cargaba en sus brazos a sus pequeñas, aquellas dos criaturas que se habían convertido en su único refugio y razón de seguir luchando.
Las alimentó con paciencia, con ternura, y después las meció hasta que se quedaron profundamente dormidas. El aire se llenó del suave sonido de sus respiraciones, acompasadas, tranquilas, como si nada malo pudiera tocar la inocencia de su mundo.
Paula permaneció de pie frente a las cunas por un instante más, acariciando con los dedos los cabellos finos de sus hijas. Sus labios temblaron.
—Vi a su padre, hijitas… —susurró con la voz rota—. Lo vi, pero ya no lo reconozco. Ese hombre que alguna vez amé… ya no está. ¿Quién es el que ha tomado su lugar? ¿Por qué lo he perdido?
Una lágrima resbaló lentamente por su mejilla, y luego otra, hasta que el llanto, silencioso, pero doloroso, la venció. Se apretó el pecho con una mano, como si así pudiera sostener un c