Alicia estaba horrorizada. Sus manos temblaban mientras intentaba llamar al hombre, pero su voz apenas alcanzaba a quebrar el silencio.
Marcó varias veces su número, esperando escuchar al menos un tono, una respuesta, una señal que le confirmara que todo estaba bien. Pero nunca hubo respuesta. Cada intento era un vacío, un golpe más fuerte contra su esperanza.
Felicia, que estaba a su lado, le pidió con voz firme que se calmara, aunque ella misma no parecía tranquila. Sus ojos destilaban incomodidad y sus gestos nerviosos revelaban más de lo que quería mostrar.
Antes del anochecer, Javier apareció en la entrada de la mansión. Llevaba al bebé en brazos. El niño estaba dormido, ajeno a la tensión que estallaba en el aire. Alicia corrió hacia él con el corazón desbocado.
—¿Dónde estabas? —exclamó, con la voz quebrada—. ¿Por qué te llevaste al bebé así?
Javier la miró con el rostro endurecido, agotado, como un hombre que había librado una batalla.
—Estuve a punto de morir, Alicia —respond