—¡Eso es falso! —gritó Felicia, con la voz quebrada, como si aquel grito desesperado pudiera borrar lo evidente.
Paula rio con amargura, una risa fría, desgarradora, que heló el ambiente.
—¿El video también es falso? —replicó con ironía, alzando el teléfono para que todos volvieran a escuchar esas palabras malditas—. Vamos, Felicia, no mientas. Sabes que es verdad.
El silencio se apoderó del despacho, un silencio tan pesado que parecía hundir el aire.
Paula desvió la mirada hacia su padre. Franco estaba lívido, con la piel pálida como la cera.
Tomó el teléfono temblando y, al ver el video, sus ojos se llenaron de incredulidad, decepción y una tristeza que parecía quebrarlo por dentro. Su mandíbula se contrajo, como si quisiera contener un grito que amenazaba con escapar.
Paula lo observó en silencio.
Por un instante, un dolor punzante atravesó su pecho. Casi sintió lástima. Casi deseó abrazarlo y decirle que todo estaría bien. Pero no. No podía.
Era su padre, sí, pero también era el h