Eliana apenas podía creer lo que veía. Tras atravesar un arco de raíces que parecía un simple pasaje en el bosque, apareció ante ella un valle oculto, iluminado por un resplandor que no venía del sol, sino de cristales flotantes incrustados en el aire.
Las hadas se movían en armonía con la naturaleza: algunos reparaban flores marchitas con un simple roce, otros tejían telas de luz que ondeaban como estandartes en las torres de cristal y piedra viva. El agua de un río corría con un murmullo musical, y cada chispa del líquido parecía contener estrellas.
Kael, que caminaba a su lado, la observaba de reojo.
—Bienvenida a nuestro reino, Eliana. Aquí la tierra no es esclava de la oscuridad ni de la ambición. Aquí, in