Eliana despertó en una cámara que no reconocía. Las paredes eran de piedra húmeda, iluminadas apenas por antorchas que proyectaban sombras alargadas. Sus manos estaban libres, pero en la frente aún pesaba la diadema de plata negra. Cada vez que intentaba concentrarse, una presión invisible nublaba sus pensamientos, como si alguien le susurrara desde dentro.
El crujido de una puerta la hizo girar. Veyron entró con paso seguro, envuelto en un manto oscuro que arrastraba sobre el suelo. Sus ojos brillaban con esa mezcla de ambición y deseo de poder que le helaba la sangre.
—Estás donde debes estar —dijo suavemente, como si fueran amantes y no prisionero y captor—. Aquí nadie podrá usarte más que yo.
Eliana retrocedió hasta chocar con la pared.
—Nunca seré tuya.
Veyron rió, bajo y controlado.
—Todos dicen eso al principio. Pero con el tiempo… aprenden.
Se acercó despacio, dejando que la tensión se alargara como una cuerda a punto de romperse. Se inclinó lo suficiente para que ella sintie