Eliana apenas tuvo tiempo para reaccionar. Las runas centelleaban todavía cuando Veyron avanzó, sus pasos resonando como martillos sobre la piedra húmeda. Su sonrisa era un filo; sus ojos, dos carbones en combustión.
—¿De verdad creíste que descubrir esto te protegería? —dijo, con voz miel y veneno—. Lo único que hiciste fue encender una antorcha en la oscuridad.
Ella retrocedió, sosteniendo el cáliz como si fuera un talismán. Aldren había pronunciado verdades que la habían dejado sin aliento: su sangre era puente y arca, pero también llave de fuerzas que nadie debía abrir. Veyron se acercó sin prisa, y en su cinturón había pequeños frascos con líquidos oscuros que relucían con una luz propia.
—No te permitiré que lo uses —replicó Eliana, aunque su voz tembló. Intentó concentrarse en la energía que había sentido antes, en la chispa plateada que brotaba de su palma. Llamó al pulso de la luna dentro de sí, buscando ese río de plata que Lucien le había enseñado a escuchar.
Veyron la miró