ADELINE DE FILIPPI
El sol de la mañana entraba por las cortinas como un cómplice silencioso, cálido y lento.
Lucien aún dormía a mi lado, con una mano sobre mi cintura y el ceño ligeramente fruncido, como si incluso en sueños no quisiera que me alejara. Me quedé ahí unos minutos, solo mirándolo. Memorizando la curva de su mandíbula, la forma en que sus labios se relajaban cuando exhalaba, el ritmo pausado de su respiración.
Afuera, el mar seguía cantando. Ese canto que ya sentía mío.
Me levanté con cuidado, me puse su camisa —otra vez— y fui a la cocina descalza, con el cabello revuelto y el corazón lleno. Preparé café. Fruta. Pan tostado. Y cuando escuché sus pasos detrás de mí, sonreí sin girarme.
—Buenos días, dormilón.
—Buenos días, princesita.
Me reí y giré para recibir su abrazo. Venía descalzo, con el pantalón suelto, el cabello revuelto, y esos ojos azules que parecían más claros con la luz del sol.
Desayunamos en la terraza, con las piernas cruzadas y el viento desordenando n