LUCIEN MORETTI
El sol comenzaba a bajar cuando la tomé de la mano y la invité a caminar por la orilla.
No dijimos nada al principio.
Solo andábamos descalzos, dejando que las olas nos acariciaran los pies y el viento jugara con su cabello suelto.
Addy llevaba mi camisa blanca anudada a la cintura, y el short de mezclilla apenas contenía la arena que se le había pegado en la piel.
Cada paso suyo era como una pincelada en el atardecer.
Y su sonrisa…
Esa mezcla perfecta de paz, dulzura y libertad… era lo más parecido al paraíso.
Por primera vez en mucho tiempo, me sentía eso mismo: libre.
Pero no libre del apellido ni del deber.
Libre del peso que había cargado en silencio desde que la perdí.
Libre de la culpa, del miedo, de esa sensación constante de que ella era un sueño que ya no merecía.
Con ella caminando a mi lado, entendía al fin lo que era vivir.
No solo funcionar.
No solo respirar.
Vivir.
Sus dedos jugaban con los míos. Sus pasos se sincronizaban con los míos.
El mar