LUCCA MORETTI
Me dejé caer en la silla del despacho de Lucien, como si mis huesos pesaran una tonelada. El silencio de la casa me golpeaba más que cualquier grito. Afuera, todavía se escuchaban los ecos de hombres trabajando, reparando muros y reforzando el perímetro. Adentro, mi cabeza no dejaba de dar vueltas.
La puerta se abrió sin que yo dijera nada. Bastien entró, con esa calma calculada que solo él tiene, como si no importara que acabara de regresar de España después de un viaje que casi le cuesta un sobrino. No dijo nada al principio. Caminó directo a la mesa, sacó una botella de whisky, sirvió dos vasos y me tendió uno.
—Dicen… que como pecas, pagas —comentó con una media sonrisa, pero sus ojos estaban serios—. Y lo que haces riendo con tus hijas, lo pagas llorando.
Solté una carcajada seca y amarga.
—Ni me lo digas… —murmuré, agarrando el vaso como si pudiera exprimir del alcohol una solución mágica a mis problemas.
Bastien se acomodó en la silla frente a mí, inclinándose hac